Cuento disparatado sobre los barrios de Madrid

Sonia Rosado/

Echo de menos a mi abuela. Tanto que fantaseo con encontrarla en cada elemento de la naturaleza. Deslizo la cortina de la ventana. En el vidrio se reflejan mis labios rosados. Abro la boca y ahí están también mis dientes, que se aproximan a una pequeña taza blanca de café. Por eso su reflejo, por su color. No brillan en el cristal ni mi cabello oscuro ni mi rostro dorado por el sol, un sol que me deslumbra y al que me obligo a mirar, aun dañándome las pupilas. Y solo porque en la búsqueda constante de vida, en el sentir muy dentro de mí la mía, se me olvida, a veces se me olvida, que mi abuela ya no está. Y yo tampoco estoy donde debiera estar. He tenido que dejar el piso donde vivía con ella para habitar la única parte de mi herencia que no debo compartir con mis primos. Abro la ventana y miro hacia abajo, hacia la derecha, la placa azul de letras blancas incrustada en la fachada que indica el nombre de la calle. Ese nombre, hoy, nada tiene que ver conmigo.

Todo lo impregnan los recuerdos, es más, estos últimos días vivo por comparación, y no puedo hacer más que suspirar al darme cuenta de que he salido perdiendo. Nada que ver la vista desde mi actual apartamento −un parque infantil−, con la de todo Madrid, incluyendo el famoso pirulí, que veía desde la terraza llena de plantas del séptimo piso de mi abuela. Sin embargo, en este barrio de Villaverde la ausencia de belleza del paisaje urbano se combina con la extraña mezcla de sus residentes. Aquí son todos gigantes de gran cabeza o latinos de rasgos indígenas y estatura incipiente. Un barrio de contrastes en lo físico, pero aburrido en lo intelectual. Y esta es otra de las razones por las que tanto echo de menos vivir en el distrito de Vallecas, al lado de la Asamblea de Madrid. Adoraba la vecindad. Adoraba los paseos por las calles culturales, como la de Historias de la Radio, donde viven los periodistas radiofónicos, o la avenida Pablo Neruda, donde he pasado tardes enteras leyendo los poemas escritos en las aceras. Pero la calle preferida de mi abuela era La Cenicienta. Vamos a la pasarela, solía decir, a ver lo que se lleva este verano. Porque cariño, me decía, no he visto en mi vida tanta mujer bella y elegante en tan poco metro cuadrado. Aquella calle era, efectivamente, una pasarela de moda. En cambio, mi favorita era otra. Venga abuela, le decía tirándole de la manga del vestido, cuando no era más que una mocosa. Ella cedía a mis deseos y se ponía sus mejores galas. Y allí que íbamos las dos, a la Corte del Faraón, a casa de sus amigas Berenice y Cleopatra, las actrices.

Mi abuela leía en mis ojos la fascinación por el barrio y se echaba a reír. Si tú supieras, Laurita… ¿Saber qué?, le preguntaba yo con la inocencia de mis seis años. Algún día te lo contaré, cuando tengas edad suficiente para comprenderlo. Crecí por tanto con el misterio, y con la memoria imborrable de aquella frase que tantas veces le oí susurrar al aire: Ay, Mariví, ¡qué barrio más lindo nos hiciste! Mariví era mi madre, y había muerto, siendo yo un bebé de meses, en un accidente de tráfico. Al fin, el día que cumplí los nueve años, mi abuela me contó, como si fuera un cuento, la historia de nuestro admirado barrio.

Todo sucedió en la Navidad del 2019. Tu madre trabajaba como jefa de administración en el Instituto de la Vivienda. El día 23 de diciembre, justo un día antes de Nochebuena, centenares de personas hacían cola en la calle para recibir el certificado de adjudicación de una vivienda social. Corrían tiempos muy convulsos, políticamente hablando. Era una época tan excepcional, que incluso el mismo alcalde estaba al frente de la entrega. Su partido no podía descuidarse, la oposición le venía pisando los talones.

¿Cómo dice Mariví? ¿Que se ha caído el sistema? ¿Que un pirata informático ha eliminado la base de datos? El alcalde, boqueando como un besugo, se desajustó el nudo de la corbata. ¡Esto sí que es un problema, y gordo, y en plena campaña navideña! Hay que arreglar el desatino, como sea, o sufriremos el acoso de la oposición y de la prensa. Venga, tomen lápiz y papel y hagan ustedes mismas las adjudicaciones, ordenó a las secretarias.

Sí, señor alcalde, ¿pero qué criterio seguimos?, preguntó Mariví.

Qué sé yo, habrá que echarle imaginación. A ver, páseme una copia de la lista de los inmuebles, le dijo a Mariví. Cuando la tuvo en sus manos repasó con sus minúsculos ojos los distritos donde se erigían las viviendas: Vallecas, Usera, Villaverde, Chueca… Se le puso cara de horror. Mariví intuyó que el señor alcalde no viviría en ninguno de aquellos lugares ni aunque le regalaran una de las casas, que por otra parte no superaban los cincuenta metros cuadrados. La mirada del alcalde se paseó directamente de la lista a los afortunados que esperaban dentro del edificio.

Por ejemplo, usted, acérquese, le dijo a un caballero de ojos saltones y orejas de soplillo.

Mariví no pudo reprimir una risa floja. Señor, ha elegido usted al más feo, le dijo por lo bajo.

¡Válgame Dios, Mariví! ¡Qué falta de respeto!, le contestó él también en voz baja.

Entonces a ella se le ocurrió decir: a Chueca.

¿Cómo?, repítalo Mariví.

No, es que como ha dicho usted lo de «Válgame Dios»… Resulta que hay una calle que se llama así, en Chueca.

El alcalde se mesó con tranquilidad la punta de los cabellos y finalmente dijo:

Eso es Mariví, muy bien. Se acercó al resto de secretarias: Todos los feos a Chueca. Que se fastidie el colectivo LGTBI.

Ellas se echaron las manos a la cabeza.

Pues me ha gustado este criterio del físico, continuó diciendo el alcalde. ¿Cómo podemos seguir? ¿Alguna idea?

Señor, dijo una de las secretarias, en el distrito de Vallecas hay una calle que se llama La Cenicienta.

Eso es, muy bien Aurora. Selecciónenme entonces las mujeres más bellas y me las mandan a la calle La Cenicienta.

Y en Villaverde hay otra que se llama Paseo de Gigantes y Cabezudos, se animó otra compañera a decir.

Estupendo, pues hala, a todos los que parezcan jugadores de baloncesto me los acoplan ahí.

¡Madre del amor hermoso!, suspiró Mariví. A este paso vamos a hacer de Madrid un parque temático. Estamos tratando a estas personas como monos de feria.

Sí, efectivamente Mariví, respondió el alcalde, pero nosotros a lo que nos interesa… Vamos ahora con las parejas. A los jóvenes que vienen cogidos de la mano los envían a Usera, justo a la calle que ha mencionado usted: la del Amor hermoso. Y el resto, los menos cariñosos, a Vallecas, a la calle Romeo y Julieta.

Pasado un rato, Mariví se dirigió de nuevo al alcalde. Señor, hemos terminado de seleccionar las calles siguiendo los criterios físicos o de actitud de las parejas. Las últimas viviendas adjudicadas han sido las de la Reina de África, Cleopatra, La lechuga y la Rosa del azafrán. Ya no sabemos cómo continuar.

¿Y esos jóvenes de ahí?, preguntó el alcalde, señalando a un grupo situado a su derecha.

¿Qué pasa con ellos?

Son latinos.

Sí.

Seguro que solo escuchan reguetón. A todos estos los mandan a la Verbena de la paloma, que aprendan algo útil de nuestra tradición. Y déjeme de nuevo la lista, que repase el nombre de todas las calles, a ver si se me ocurre algo más. Carraspeó y se mesó el cabello de nuevo antes de decir: Ya está Mariví, tampoco es tan complicado, mujer, lo que deben hacer ustedes es eso que se les da tan bien, chismorrear. Es decir, sáquenle a esta gente un poco de información. Interroguen, sin que se note, claro, o al menos no demasiado.

¿Cómo está señora?, empezó a preguntar Aurora.

Un poco cansada, niña, con setenta años no debería haber estado en la calle tanto tiempo de pie, y pasando este frío… Es que verás… por mi edad me duelen todos los huesos, además tengo…

Sí, sí, muy bien, sentenció la secretaria, y le entregó su certificado.

Calle la Dolorosa, Villaverde, leyó la señora.

Tras tres horas de adjudicación el alcalde hizo una reflexión. ¿Y cómo es que hay tanto letrado en paro?

Mariví se encogió de hombros.

Bueno, está bien. A los periodistas los envían a la calle Historias de la radio, y a los escritores y poetas a la Avenida de Pablo Neruda.

¿Y a las víctimas de violencia de género?

El alcalde se quedó pensando. Pues, dijo al fin, me las reparten entre la calle del Calvario y la calle del Amparo, que están al lado. Y Mariví, continuó el alcalde, ¿por qué se tapa usted la nariz? No le hizo falta escuchar la respuesta. Un olor a queso de cabrales inundó sus fosas nasales. ¡Por Dios!, exclamó con repugnancia. El responsable del mal olor que se vaya enseguida a Lavapiés.

Hombre señor, no me lo meta usted con las maltratadas, que bastante han sufrido ya las pobres.

Tiene usted razón, a este lo dejamos para el final. Y que se aguante con las sobras, por guarro.

Por otra parte, prosiguió Mariví, ya con la nariz aliviada, están los divorciados y las divorciadas.

Ya…, se rascó la barbilla el alcalde. Pues todos esos a Volver a empezar.

Es que allí no hay pisos para todos.

Entonces indaguen mejor. Y a los cornudos me los reparten entre Olvido y Desengaño.

¿Y a los infieles?

Directamente a Mogambo.

De repente se produjo un tumulto en la fila, un señor, quizá del frío, de la espera, o de ambas cosas a la vez, se estaba poniendo azul.

Caballero, ¿qué le pasa?, se oyó decir.

Padezco de infección respiratoria, aclaró el hombre antes de desmayarse.

Rápido, una ambulancia, solicitó el alcalde en voz alta; y murmurando a continuación a Maraví: No hay duda, si sobrevive… A la calle del Oxígeno.

Cuando hubieron acoplado a todos, incluido al del olor a pies, Mariví le dijo al alcalde: Señor, quedo yo.

¿Usted, Mariví?

Sí, es que soy madre soltera y el sueldo no me llega.

Vaya, vaya, Mariví… El alcalde contempló su fina figura, y su piel clara y aterciopelada. Usted lo que necesita es… El alcalde se lo pensó mejor y no terminó la frase por miedo a que la secretaria lo denunciara por acoso sexual. Aun así, escenificó lo que quería decir con la metáfora de su decisión. En fin, Mariví, querida, que a usted la quiero yo en la Alegría de la huerta.

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