Cuento disparatado sobre los barrios de Madrid

Sonia Rosado/

Echo de menos a mi abuela. Tanto que fantaseo con encontrarla en cada elemento de la naturaleza. Deslizo la cortina de la ventana. En el vidrio se reflejan mis labios rosados. Abro la boca y ahí están también mis dientes, que se aproximan a una pequeña taza blanca de café. Por eso su reflejo, por su color. No brillan en el cristal ni mi cabello oscuro ni mi rostro dorado por el sol, un sol que me deslumbra y al que me obligo a mirar, aun dañándome las pupilas. Y solo porque en la búsqueda constante de vida, en el sentir muy dentro de mí la mía, se me olvida, a veces se me olvida, que mi abuela ya no está. Y yo tampoco estoy donde debiera estar. He tenido que dejar el piso donde vivía con ella para habitar la única parte de mi herencia que no debo compartir con mis primos. Abro la ventana y miro hacia abajo, hacia la derecha, la placa azul de letras blancas incrustada en la fachada que indica el nombre de la calle. Ese nombre, hoy, nada tiene que ver conmigo.

Todo lo impregnan los recuerdos, es más, estos últimos días vivo por comparación, y no puedo hacer más que suspirar al darme cuenta de que he salido perdiendo. Nada que ver la vista desde mi actual apartamento −un parque infantil−, con la de todo Madrid, incluyendo el famoso pirulí, que veía desde la terraza llena de plantas del séptimo piso de mi abuela. Sin embargo, en este barrio de Villaverde la ausencia de belleza del paisaje urbano se combina con la extraña mezcla de sus residentes. Aquí son todos gigantes de gran cabeza o latinos de rasgos indígenas y estatura incipiente. Un barrio de contrastes en lo físico, pero aburrido en lo intelectual. Y esta es otra de las razones por las que tanto echo de menos vivir en el distrito de Vallecas, al lado de la Asamblea de Madrid. Adoraba la vecindad. Adoraba los paseos por las calles culturales, como la de Historias de la Radio, donde viven los periodistas radiofónicos, o la avenida Pablo Neruda, donde he pasado tardes enteras leyendo los poemas escritos en las aceras. Pero la calle preferida de mi abuela era La Cenicienta. Vamos a la pasarela, solía decir, a ver lo que se lleva este verano. Porque cariño, me decía, no he visto en mi vida tanta mujer bella y elegante en tan poco metro cuadrado. Aquella calle era, efectivamente, una pasarela de moda. En cambio, mi favorita era otra. Venga abuela, le decía tirándole de la manga del vestido, cuando no era más que una mocosa. Ella cedía a mis deseos y se ponía sus mejores galas. Y allí que íbamos las dos, a la Corte del Faraón, a casa de sus amigas Berenice y Cleopatra, las actrices.

Mi abuela leía en mis ojos la fascinación por el barrio y se echaba a reír. Si tú supieras, Laurita… ¿Saber qué?, le preguntaba yo con la inocencia de mis seis años. Algún día te lo contaré, cuando tengas edad suficiente para comprenderlo. Crecí por tanto con el misterio, y con la memoria imborrable de aquella frase que tantas veces le oí susurrar al aire: Ay, Mariví, ¡qué barrio más lindo nos hiciste! Mariví era mi madre, y había muerto, siendo yo un bebé de meses, en un accidente de tráfico. Al fin, el día que cumplí los nueve años, mi abuela me contó, como si fuera un cuento, la historia de nuestro admirado barrio.

Todo sucedió en la Navidad del 2019. Tu madre trabajaba como jefa de administración en el Instituto de la Vivienda. El día 23 de diciembre, justo un día antes de Nochebuena, centenares de personas hacían cola en la calle para recibir el certificado de adjudicación de una vivienda social. Corrían tiempos muy convulsos, políticamente hablando. Era una época tan excepcional, que incluso el mismo alcalde estaba al frente de la entrega. Su partido no podía descuidarse, la oposición le venía pisando los talones.

¿Cómo dice Mariví? ¿Que se ha caído el sistema? ¿Que un pirata informático ha eliminado la base de datos? El alcalde, boqueando como un besugo, se desajustó el nudo de la corbata. ¡Esto sí que es un problema, y gordo, y en plena campaña navideña! Hay que arreglar el desatino, como sea, o sufriremos el acoso de la oposición y de la prensa. Venga, tomen lápiz y papel y hagan ustedes mismas las adjudicaciones, ordenó a las secretarias.

Sí, señor alcalde, ¿pero qué criterio seguimos?, preguntó Mariví.

Qué sé yo, habrá que echarle imaginación. A ver, páseme una copia de la lista de los inmuebles, le dijo a Mariví. Cuando la tuvo en sus manos repasó con sus minúsculos ojos los distritos donde se erigían las viviendas: Vallecas, Usera, Villaverde, Chueca… Se le puso cara de horror. Mariví intuyó que el señor alcalde no viviría en ninguno de aquellos lugares ni aunque le regalaran una de las casas, que por otra parte no superaban los cincuenta metros cuadrados. La mirada del alcalde se paseó directamente de la lista a los afortunados que esperaban dentro del edificio.

Por ejemplo, usted, acérquese, le dijo a un caballero de ojos saltones y orejas de soplillo.

Mariví no pudo reprimir una risa floja. Señor, ha elegido usted al más feo, le dijo por lo bajo.

¡Válgame Dios, Mariví! ¡Qué falta de respeto!, le contestó él también en voz baja.

Entonces a ella se le ocurrió decir: a Chueca.

¿Cómo?, repítalo Mariví.

No, es que como ha dicho usted lo de «Válgame Dios»… Resulta que hay una calle que se llama así, en Chueca.

El alcalde se mesó con tranquilidad la punta de los cabellos y finalmente dijo:

Eso es Mariví, muy bien. Se acercó al resto de secretarias: Todos los feos a Chueca. Que se fastidie el colectivo LGTBI.

Ellas se echaron las manos a la cabeza.

Pues me ha gustado este criterio del físico, continuó diciendo el alcalde. ¿Cómo podemos seguir? ¿Alguna idea?

Señor, dijo una de las secretarias, en el distrito de Vallecas hay una calle que se llama La Cenicienta.

Eso es, muy bien Aurora. Selecciónenme entonces las mujeres más bellas y me las mandan a la calle La Cenicienta.

Y en Villaverde hay otra que se llama Paseo de Gigantes y Cabezudos, se animó otra compañera a decir.

Estupendo, pues hala, a todos los que parezcan jugadores de baloncesto me los acoplan ahí.

¡Madre del amor hermoso!, suspiró Mariví. A este paso vamos a hacer de Madrid un parque temático. Estamos tratando a estas personas como monos de feria.

Sí, efectivamente Mariví, respondió el alcalde, pero nosotros a lo que nos interesa… Vamos ahora con las parejas. A los jóvenes que vienen cogidos de la mano los envían a Usera, justo a la calle que ha mencionado usted: la del Amor hermoso. Y el resto, los menos cariñosos, a Vallecas, a la calle Romeo y Julieta.

Pasado un rato, Mariví se dirigió de nuevo al alcalde. Señor, hemos terminado de seleccionar las calles siguiendo los criterios físicos o de actitud de las parejas. Las últimas viviendas adjudicadas han sido las de la Reina de África, Cleopatra, La lechuga y la Rosa del azafrán. Ya no sabemos cómo continuar.

¿Y esos jóvenes de ahí?, preguntó el alcalde, señalando a un grupo situado a su derecha.

¿Qué pasa con ellos?

Son latinos.

Sí.

Seguro que solo escuchan reguetón. A todos estos los mandan a la Verbena de la paloma, que aprendan algo útil de nuestra tradición. Y déjeme de nuevo la lista, que repase el nombre de todas las calles, a ver si se me ocurre algo más. Carraspeó y se mesó el cabello de nuevo antes de decir: Ya está Mariví, tampoco es tan complicado, mujer, lo que deben hacer ustedes es eso que se les da tan bien, chismorrear. Es decir, sáquenle a esta gente un poco de información. Interroguen, sin que se note, claro, o al menos no demasiado.

¿Cómo está señora?, empezó a preguntar Aurora.

Un poco cansada, niña, con setenta años no debería haber estado en la calle tanto tiempo de pie, y pasando este frío… Es que verás… por mi edad me duelen todos los huesos, además tengo…

Sí, sí, muy bien, sentenció la secretaria, y le entregó su certificado.

Calle la Dolorosa, Villaverde, leyó la señora.

Tras tres horas de adjudicación el alcalde hizo una reflexión. ¿Y cómo es que hay tanto letrado en paro?

Mariví se encogió de hombros.

Bueno, está bien. A los periodistas los envían a la calle Historias de la radio, y a los escritores y poetas a la Avenida de Pablo Neruda.

¿Y a las víctimas de violencia de género?

El alcalde se quedó pensando. Pues, dijo al fin, me las reparten entre la calle del Calvario y la calle del Amparo, que están al lado. Y Mariví, continuó el alcalde, ¿por qué se tapa usted la nariz? No le hizo falta escuchar la respuesta. Un olor a queso de cabrales inundó sus fosas nasales. ¡Por Dios!, exclamó con repugnancia. El responsable del mal olor que se vaya enseguida a Lavapiés.

Hombre señor, no me lo meta usted con las maltratadas, que bastante han sufrido ya las pobres.

Tiene usted razón, a este lo dejamos para el final. Y que se aguante con las sobras, por guarro.

Por otra parte, prosiguió Mariví, ya con la nariz aliviada, están los divorciados y las divorciadas.

Ya…, se rascó la barbilla el alcalde. Pues todos esos a Volver a empezar.

Es que allí no hay pisos para todos.

Entonces indaguen mejor. Y a los cornudos me los reparten entre Olvido y Desengaño.

¿Y a los infieles?

Directamente a Mogambo.

De repente se produjo un tumulto en la fila, un señor, quizá del frío, de la espera, o de ambas cosas a la vez, se estaba poniendo azul.

Caballero, ¿qué le pasa?, se oyó decir.

Padezco de infección respiratoria, aclaró el hombre antes de desmayarse.

Rápido, una ambulancia, solicitó el alcalde en voz alta; y murmurando a continuación a Maraví: No hay duda, si sobrevive… A la calle del Oxígeno.

Cuando hubieron acoplado a todos, incluido al del olor a pies, Mariví le dijo al alcalde: Señor, quedo yo.

¿Usted, Mariví?

Sí, es que soy madre soltera y el sueldo no me llega.

Vaya, vaya, Mariví… El alcalde contempló su fina figura, y su piel clara y aterciopelada. Usted lo que necesita es… El alcalde se lo pensó mejor y no terminó la frase por miedo a que la secretaria lo denunciara por acoso sexual. Aun así, escenificó lo que quería decir con la metáfora de su decisión. En fin, Mariví, querida, que a usted la quiero yo en la Alegría de la huerta.

El Ángel

Sonia Rosado/

La veo a la luz dorada del atardecer, dice «el Ángel», mientras abro la ventana para dejar entrar en la habitación el fresco viento de primavera. Varios mechones rubios, salidos de una trenza despeinada, caen en cascada sobre su espalda. Me humedezco los labios, me vuelven loco las mujeres de pelo áureo. Lleva un vestido rosa, largo y ceñido a la cintura, con mangas de farol y volantes que nacen desde donde se adivinan las rodillas y continúan hasta los pies, cubiertos por unas botas tejanas que asoman, a cada paso que da, por debajo de la gruesa tela. De su brazo izquierdo, tatuado en vertical con una rosa y una frase, que por la distancia, no acierto a leer, cuelga un gran bolso de flecos marrón, a juego con las extravagantes botas. Tal estropicio estético lo compensa su juventud: no aparenta más de veinticinco años. Camina por el andén con gesto de hartazgo, como si estuviera cansada, o como si la pequeña maleta que arrastra tras de sí le pesara. Ahora sube las escaleras mecánicas y accede al corredor techado, situado encima de las vías, que conduce al exterior. En ese momento el silbido del tren esparce su romántico sonido por los alrededores de la estación, y la joven se detiene, paralizada. Quizá aquella música evocadora ha despertado en su mente ciertos recuerdos amargos. O quizá solo espera a alguien, porque mueve la cabeza en todas direcciones, se coloca las manos en jarras y comienza a dar golpecitos en el suelo con uno de los pies, en señal de inequívoca impaciencia. No sé por qué, pero hay algo en ella más allá del físico que me excita, tal vez su aparente cabreo, o su actitud beligerante, porque en lugar de echarse a un lado está parada en todo el medio, entorpeciendo el paso al resto de viandantes a pesar de los improperios. La pierdo de vista cuando me giro hacia la puerta al oír unos golpes secos y espaciados. Cuento cinco y acudo. Es la contraseña. Abro, y al verlos suspiro, pero no me sorprendo, ni siquiera cuando entran y la sangre comienza a teñir de rojo oscuro los azulejos.

Habla un poco más alto, le dice Soledad a su amiga Norma. Aquí hay mucho jaleo, y de todas formas creo que tengo el móvil estropeado, aun con el volumen a tope se oye demasiado bajo… Sí, Norma, ahora te oigo mejor. Deberías verme, tengo roto el borde del vestido, una mancha de vino tinto cerca del escote y mierda de caballo adherido a las suelas de las tejanas… Porque sí, no te rías, me he ido a la Feria de Abril con botas en lugar de tacones, y lo que es peor, vestida de sevillana, no veas el jolgorio de las flamencas. Ahora bien, todos los chinos me fotografiaban a mí. Me van a sacar hasta en el telediario, te lo digo yo… ¿El peinado? Pues una trenza, no he sabido colocarme la puñetera flor… Me alegro de que te diviertas a mi costa, Norma, pero a mí no me hace ni pizca de gracia, y no por la vestimenta, aunque parezca un helado de fresa, porque el verdadero ridículo lo he hecho al llegar a la caseta y encontrarme a ese subnormal morreándose con otra. Es que no sé por qué te hice caso, tanto repetirme: «Cógete el puente de mayo y ve a darle una sorpresa». Pues ya ves, la sorpresa me la he llevado yo. Así que ya puedes ir devolviendo el vestido a la tienda, porque después de todo, gracias a ti, no va a haber boda. Y a todo esto, ¿dónde estás? ¿Atascada en la operación salida? Joder, Norma, deberías haber salido antes del trabajo… Nada más colgar me echo a llorar. Tres horas escasas ha durado mi aventura en la capital hispalense, el tiempo justo para salir del AVE, dejar la maleta en consigna, coger un taxi hasta la feria, buscar la caseta de la familia, presenciar los cuernos con discreción y salir huyendo en dirección a las casetas públicas para desquitarme bailando sevillanas con un par de rebujitos en las manos, hasta que me han arrojado un vaso de vino en el vestido y una manaza grosera ha colonizado mi culo. Al final, sucia y humillada, he decidido regresar a Madrid. Esta vida es un asco, pienso. Medio día me ha bastado, esta vez, para llegar a la misma conclusión de siempre. El batacazo sentimental es lo único que me faltaba por añadir a mi larga lista de infortunios y fracasos.

Tras limpiar la sangre y socorrer al herido, Ángel saca de nuevo la cabeza por la ventana: la joven de rosa sigue ahí. La veo salir del apeadero, dice, cruzar el paso de peatones y situarse en este lado de la calle. Deja la maleta en el suelo y se sienta sobre ella, de cara a la estación. Aunque está de espaldas a mí, ahora la distingo mucho mejor, a pesar de la valla que se alza sobre el puente. Veo el roto de su vestido, sus botas llenas de polvo, el cabello desaliñado y la frase escrita en su brazo: «Cada caída es un nuevo comienzo». Durante un rato mira a un lado y a otro, observando su entorno: el tráfico escaso, el constante trasiego de gente y los edificios nuevos que flanquean la estación a ambos lados de la carretera. Después coloca los codos sobre las rodillas y aprieta los puños contra su cara; de vez en cuando se rasca la nariz o enreda entre sus dedos algún que otro mechón de pelo. Cuando parece asumir que tiene espera para rato saca un libro del bolso, Más fuerte que el odio, y lo abre más o menos por la mitad. No me gusta la idea de dejarla ahí abandonada, pero el horizonte es púrpura. Tengo que salir a cazar.

Leo la última página del libro a la luz de una farola. Las agujas del reloj del apeadero marcan las nueve y cuarto. Miro el móvil: ni llamadas, ni mensajes, ni whatsapp nuevos. En definitiva, ni rastro de Norma. Me pongo en pie y miro hacia abajo apoyándome sobre la valla del puente. Veo el edificio, rodeado de árboles, al que, hasta hace unos segundos, había ignorado por completo. Es bonito, y parece antiguo, como de mediados del siglo pasado. La fachada es enfoscado blanco, pero remates de ladrillo visto separan sus tres plantas de altura y adornan las esquinas y el perfil de las ventanas, que son más grandes de lo habitual y tienen la parte superior en forma de arco. Deduzco que lo que tengo ante mí es la vieja estación de Villaverde Bajo. El viento comienza a soplar y percibo su frío aliento en la piel desnuda de mis brazos. Los cubro con una chaqueta de punto amarilla que extraigo del equipaje. Parezco, cada vez más, una auténtica pordiosera. El móvil tiembla en una de mis manos. «Soledad…», oigo decir a mi amiga.

Chica, lo siento, no he podido responder antes a ninguna de tus llamadas. He tenido un accidente de tráfico y estoy en el hospital. Debo pasar la noche en urgencias, pero seguro que saldré mañana. Puedes pasar la noche en el hotel que hay al final de la Gran Vía, tú sigue la carretera… Soledad, ¿me oyes?

Sí, sí, perdona Norma, es que me he distraído. Acabo de ver una luz encendida en el viejo edificio.

Es imposible, hace años que está abandonado, es una estación fantasma.

Pues te juro que la luz está ahí… Es igual. Lo importante es si estás bien, que no te lo he preguntado.

Lo estoy, Sole, no te preocupes. Venga, vete al hotel, debes estar cansada, llevas demasiado tiempo esperando.

Sí, toda una vida, pienso yo, pero no se lo digo. Tampoco le cuento que exigirle un día de vacaciones a mi jefe me ha costado el trabajo, ni que me han robado el monedero con la documentación, el dinero en efectivo y la tarjeta de crédito en el AVE, ni que se me cayeron, al salir del piso de Manolo, las llaves por el hueco del ascensor. Hasta mañana, me limito a decir, antes de apretar la tecla que silencia la querida voz de mi amiga. Bueno, ¿y ahora qué?, me pregunto. Ahora nada, vas a pasar la noche en la calle por tonta. Porque encima soy hija única, y huérfana. De mis padres empresarios solo heredé deudas, de hecho tuve que renunciar a la casa familiar y al resto de la herencia. Pero un capricho del destino quiso que conociera a Manolo en el bar del tanatorio. Enseguida me abrió las puertas de su hogar e iniciamos un bonito noviazgo. Nunca pensé que acabaríamos de esta manera. Y ahora me doy cuenta de lo poco que tengo, prácticamente nada, en la cuenta bancaria. He gastado hasta el último céntimo en la boda, en el viaje y en el vestido de novia. Y lanzo al aire un largo suspiro. Nadie vendrá a socorrerme en esta noche aciaga. Todos mis amigos o conocidos están fuera de Madrid, en las playas de levante o esquiando en las montañas. Las letras de mi nombre estallan en el fondo de mi alma. Siento cómo la oscuridad extiende un manto de aislamiento sobre mi persona, mientras el cielo dibuja horripilantes nubes con forma de calavera. La calle ha quedado desierta. Oigo el alborozo de los grillos y el graznido de un cuervo solitario. Pero mi cansancio puede más que mi instinto de supervivencia. Me siento en el suelo, con la espalda apoyada en la valla, me acurruco al lado de mi maleta y cierro los ojos. Poco pueden quitarme ya, y no creo probable toparme con ninguna manada. Los depredadores sexuales se habrán trasladado también, en busca de fiesta, donde les sea más fácil drogar y atrapar a sus presas. ¿Quién se va a fijar en mí, aquí y ahora, toda desastrada? Me duermo arrullada por el ulular del viento y el libro de Tim Guénard a mi lado. Sueño con la trágica historia del autor francés: un niño abandonado, atado a un poste por su madre a los tres años, apaleado casi a la muerte por su padre a los seis, maltratado en las instituciones sociales, violado en la calle a los doce, y reclutado por una organización para ser gigoló, vender drogas y robar a las prostitutas. Es la historia de cómo un niño dócil y necesitado de cariño se convierte, para sobrevivir, en un rebelde sin causa. Me despierto de repente, sobresaltada por el traqueteo de unas ruedas sobre el asfalto, abro los ojos, mi cuerpo se agita de espanto. Un rostro arrugado frente al mío. Hilos grises y mugrientos penden de su cráneo. «¡Qué susto me ha dado, señora!» La anciana suelta una risotada con su boca sin dientes. Lleva una blusa de flores, una falda de cuadros, medias hasta las rodillas y unas zapatillas de casa agujereadas. Arrastra con ella un carrito de supermercado.

Pero señora, ¿qué hace aquí a estas horas?  No me diga que se va de compras…

No, no, hija qué va. Estoy esperando el Tren de la Fresa.

Ese ya dejó de existir hace muchos años.

No, estás confundida, pasa ahora, a las doce.

Me echo las manos a la cabeza, esta mujer o se está burlando de mi vestido o se piensa que es la Cenicienta.

Es que verás, niña, soy la reina Isabel y me esperan en palacio.

¿En qué palacio?

En el de Aranjuez.

Ah, entonces es usted ¿la reina Isabel II, «la Reina Castiza», «la de los Tristes Destinos»?

Esa misma.

Curioso. Y si me permite la pregunta… ¿Por qué le llaman así, «la de los Tristes Destinos»?

Por mi mala suerte en todo. Porque además, te voy a contar un secreto: me persiguen.

¿Quién?

El Ángel. Por eso me voy a Aranjuez, no para tomar el té con mi prima, sino para escapar de él. Y tú deberías venir conmigo, o también vendrá a por ti. Y te llevará allí, dice señalando con su escuálido dedo la estación fantasma, donde brilla la misma luz en la ventana que he visto antes, cuando hablaba con Norma. De pronto la anciana se gira hacia mí y se tapa la boca para ahogar el grito que estaba a punto de proferir.

¡Te encontré!, oigo a mis espaldas. Me doy la vuelta y veo a un hombre vestido de negro, con una camiseta y un pantalón de chándal. Lleva las manos metidas en los bolsillos. Tiene los ojos oscuros y una prominente barba. Me dirige una breve mirada mientras ofrece su brazo a la señora.

Vamos Isabel, vámonos a casa.

Está bien, Angelito. La señora baja la cabeza con resignación y acepta el brazo que el hombre le tiende. A continuación le susurra algo al oído.

Isabel quiere que nos acompañes, me dice «el Ángel».

Me quedo muda, titubeante.

Vamos, si sigues aquí todavía es porque no tienes adónde ir. Te he visto llegar esta tarde.

Al final la mirada suplicante de Ángel me persuade.

Los goznes del portón chirrían bajo la presión de la mano masculina que, sin soltar el brazo de Isabel, empuja con fuerza la madera carcomida, abriéndonos paso a la historia pasada y presente de una estación con casi un siglo de antigüedad. Un edificio que, pese a dar muestras físicas de abandono, no conoce el significado de mi nombre, Soledad. Una emisora de radio sonando a lo lejos, el tibio olor a humedad y las hojas de los árboles dibujadas por la luz de la luna, agitándose en las paredes en penumbra, demuestran su viveza. Ángel parece conocer, aun en la oscuridad, la disposición de cada elemento del inmueble y, del aparador situado a la derecha de la entrada, recoge una pequeña linterna para iluminar el recinto y la amplia escalera que conduce a la primera y a la segunda planta. Encaro los escalones la última, con la lentitud y la prudencia de quien teme hallarse ante una aventura lesiva, la parada definitiva de una azarosa vida. ¿Quién va?, pregunta en la lejanía la voz rota de un hombre. Será «el Ángel» con «la Isabel», responde una mujer, a la vez que las figuras de los aludidos aparecen en la puerta de la estancia de la primera planta de donde provienen las voces. Detrás, temblorosa y asustada, estoy yo. Traemos compañía, anuncia Ángel, avanzando con Isabel hacia el interior del alojamiento, iluminado por la tenue luz de unas velas. La libera de su brazo para alargar hacia mí su mano. Podéis estar tranquilos, dice. Es de confianza. Entro y agarro la punta de sus dedos. Enseguida los suelto. Lo que veo allí me deja estupefacta. Más de una decena de colchones dispuestos en hilera, con mantas cubriendo a las personas tumbadas sobre ellos. Todos duermen, salvo los propietarios de las voces, cada uno en un extremo de aquella insólita sucesión de camas improvisadas. El hombre está sentado, desnudo de cintura para arriba. Un vendaje alrededor de su torso deja entrever un corte sangrante en el costado derecho. La mujer tiene en su regazo un aparato de radio, emitiendo el programa nocturno donde los oyentes se desahogan contando sus dramas, sin escatimar en gemidos o sollozos. El ambiente es tétrico. La luz de la linterna de Ángel se apaga y las velas titilan al lado de la ventana, movidas por una ráfaga de aire extraño, haciendo que los rasgos de nuestra cara, en esa semioscuridad, parezcan deshumanizados, como si fuéramos animales agazapados en un bosque sombrío.

Paco, debería revisar esa herida, le dice Ángel al hombre.

Paco asiente sin hablar, otorgándole permiso. Lo siento, no volveré a meterme en líos.

Ya conocéis la calle, le responde Ángel, por eso quiero que volváis a la estación antes del anochecer, y así me evito tener que salir a «cazaros» para traeros de vuelta al único sitio en el que estáis a salvo. Lo dice con una solemnidad revestida de ternura, como un padre amoroso riñendo cariñosamente a sus hijos. Y es entonces cuando una corriente de calor asciende desde mi ombligo hasta mi pecho. Por primera vez en la noche mi miedo se transforma en deseo. Y hago un esfuerzo por apreciar, a pesar de la oscuridad, los detalles de su físico. Tendrá unos cuarenta años, y sin embargo me gusta su bien formado cuerpo, la barba cuidada, el cabello negro y ondulado cayendo hasta el nacimiento de sus hombros y, sobre todo, el contorno de sus brazos, que le dan el definitivo e indudable aspecto de guerrero, un guerrero luchando en solitario en las calles de un barrio pobre de Madrid.

Arrodillado en el colchón de Paco le curo la herida causada por un navajazo salvaje. Al terminar me levanto, me giro y la descubro detrás de mí, observándome con fijeza, como si me estuviera analizando, o estudiando con minuciosidad mi cuerpo. Y mi coraza de gladiador se rompe ante la falta de inocencia en su mirada. Necesito saber cómo se llama.

Dime, muchacha, ¿cuál es tu nombre?

Soledad.

Bienvenida a nuestra morada, Soledad. Hoy puedes acomodarte con Isabel, hasta que encontremos un colchón para ti.

Pero yo no quiero acostarme con Isabel, sino con él. Quiero compartir su mismo espacio, sentir la calidez de su abrazo y su mirada protectora. En cambio me obligo a decir: Esta noche dormiré con «la reina», pero no será necesario buscarme una cama. Mañana me iré, cuando mi amiga Norma venga a buscarme.

Su amiga Norma no vendrá jamás. Murió esa misma noche, tras sufrir un derrame cerebral. Pero aún no lo sabíamos y nos pasamos la madrugada mirándonos en la oscuridad, deseándonos en silencio, la felicidad estallando en nuestros corazones. Fui yo quien supo de su muerte, al día siguiente, al inicio de mi turno de doce horas como enfermero en el hospital. Porque a eso me dedico, a curar, a cuidar de pacientes con enfermedad mental, tanto en los centros públicos como en esta vieja estación que decidí ocupar, hace ya mucho tiempo, con el «consentimiento» de la junta de distrito. Fui pionero en crear lo que se conoce en la actualidad como equipo de calle de salud mental, una agrupación de enfermeros y enfermeras, psicólogos y trabajadores sociales que, dejando la bata en nuestros lugares de trabajo, salimos vestidos con nuestra ropa de calle para evitar el rechazo de estas personas tan vulnerables, y lograr que acepten recibir atención médica e incluso, con suerte, su reinserción en la sociedad. Por eso, también, me llaman, hasta el día de hoy,  El Ángel.

Ha pasado una década de mi caída en el más profundo de los abismos.

Ahora soy enfermera, como mi marido.

Y he conseguido olvidar el significado de mi nombre.

Pues nunca más he sentido

desde aquella providencial noche,

  el aullido de la soledad.