En Roma llueven pétalos de rosa

Sonia Rosado/

En el panteón de Agripa, Roma, un pórtico con ocho columnas frontales sostienen el techo piramidal. En la piedra del friso, una inscripción: M AGRIPPA LF COS TERTIVM FECIT (Marco Agripa, hijo de Lucio, cónsul por tercera vez). Traspasada la entrada, la construcción adquiere forma de rotonda. En el techo, una bóveda cubierta por una cúpula, destaca una abertura, un óculo: el ojo de los dioses. Sobre los muros de mármol verde y dorado, las pinturas, frescos y esculturas custodian los sepulcros. La luz que alumbra las obras de arte se asemeja al fuego, si se mira desde lejos los haces luminosos parecen llamas estáticas. A través del óculo caen pétalos de rosa, rojos como la sangre, que planean como mariposas hasta esparcirse por el suelo como un manto aterciopelado de color carmesí.

¿A QUE NO LO SABÍAS?

En el Panteón de Agripa, todos los años por Pentecostés, caen del cielo pétalos de rosas rojas. Una tradición cristiana para conmemorar el descenso del Espíritu Santo sobre la Virgen y los Apóstoles. Este año el domingo de Pentecostés es el 31 de mayo. Comenzará con una misa a las 10:30 de la mañana, y a las 12:00 se arrojarán los pétalos por el óculo, formando una original lluvia que extenderá sobre el suelo una suave alfombra roja, como símbolo del amor y la sangre derramada por Cristo para redención de la humanidad. Si quieres asistir a este maravilloso espectáculo deberás acudir al menos con una hora de antelación a la misa, pues el aforo es limitado.

El accidente

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Sonia Rosado/

La ventanilla del Seat Córdoba abierta. El viento alborotando su cabello. El sol iluminando sus piernas,  su brazo izquierdo y la mano que sujeta el volante; la otra, la derecha, marcando en el móvil el número de su madre que, tras diez toques de llamada, por fin contesta. El mensaje es breve, para evitar la multa correspondiente: «Demasiado tráfico, mamá. Llegaré más tarde de lo previsto…», y cuelga. Observa el horizonte completamente azul, y le acosa la impaciencia al imaginar a su hija Laurita, de nueve meses, jugando con la arena, chapoteando en una improvisada piscina a orillas del mar. Pero no será hoy el día en que esa visión se haga realidad. Y todo por culpa de la caravana. Su madre, mientras, con la niña, esperándola. La maleta preparada, y la cuna de viaje y los juguetes de plástico aguardando en un rincón del salón. El coche, que circula con lentitud por la M-40, se detiene de golpe, justo cuando Mariví ve, delante de ella, las luces de emergencia de un Ibiza con el nombre de Norma pegado en la parte trasera; del retrovisor cuelga, danzarina, una muñequita hawaiana. La conductora es rubia, como Mariví, pero tiene más sentido del humor y paciencia, y quizá no se arrepiente, como ahora hace ella, de haber elegido el puente de mayo para viajar a la Costa Blanca, o a cualquier otro lugar de España. Pero solo porque Norma desconoce lo que viene a continuación: un golpe, un estallido, un infernal ruido. Cristales rotos, chapa contra chapa, hierros contra hierros, amasijos de metal contra amasijos de carne. Un camión ilegal, sin limitación de velocidad, se ha estampado contra el Córdoba, que ha chocado, a su vez, contra el Ibiza, antes de dar varias vueltas de campana.  En el aire flotan pedazos de vida deshilachada, memorias de Mariví de la infancia. De su padre, muerto hace muchos años, enseñándole a contar las horas en el reloj; de su madre, tendiendo la ropa perfumada; de la escuela, de la universidad, de los amigos, del botellón, de la poesía de Ángel, diez años atrás, confesándole que la amaba; de Jairo, guapo y seductor, llevándosela a la cama. Pero sobre todos estos recuerdos prima uno: su hija Laura. Algo, que hasta el momento había, por voluntad propia, ignorado, ahora, al borde de la muerte, le preocupaba. ¿De quién era en realidad su hija Laura? ¿De ÉL, Jairo, su gran amor, su pasión… O de Ángel, su mejor amigo, su exnovio, con el que tuvo aquel imperdonable desliz? Se había empeñado, sin haberlo verificado, en creer que su bebé era de Jairo, porque quería a ese hombre solo para ella, y pensó que si una hija les unía, tal vez, se replanteara dejar a su mujer, aunque con ella también tuviera una familia. Una actitud egoísta e ingenua pues, al fin y al cabo, Jairo se había desentendido de la niña. Y si ahora se iba de este mundo, ¿qué sería de ella? Se quedaría huérfana. Una consideración que llegaba tarde, pues si ella moría no se sabría la verdad, nunca, y Laura seguiría siendo, a todos los efectos, hija de Jairo. Su mente comienza a emborronarse, los colores a difuminarse. Siente desdibujarse, lentamente, y dejar tras de sí una estela de luz. Antes de cerrar los ojos definitivamente, un gran pesar: haber ignorado las señales de amor de Ángel, cuando al enterarse de su embarazo, le entregó, para que comprendiera la inmensidad de su amor −por contraposición al de Jairo−, aquel relato robado, en el hospital de la Toscana, a una mujer llamada Alma.