El poder del amor

Sonia Rosado/

Dicen los enamorados, o decimos los que lo hemos estado, que en esa situación de absoluto embelesamiento, al que te conduce irremediablemente el amor romántico, se percibe, se siente y se vive otra realidad, diferente a la que ven los demás. La vida es en esa condición una armonía de colores, donde el gris y el negro no tienen cabida, a pesar de las dificultades que podamos estar atravesando. Hace poco me contaba, en privado, una seguidora de Instagram, que después de llevar un tiempo luchando contra el cáncer, con todo el dolor, el sufrimiento y el estrés que eso conlleva, su novio decidió poner fin a la relación. A partir de ese momento ella, sin poder evitarlo, dejó de concentrarse en sí misma y en la propia enfermedad para obsesionarse con la idea de volver con él. Y esta idea comenzó a ser más fuerte que el deseo de curarse. Sus palabras textuales fueron: «Teniendo que enfrentarme por primera vez a la gravedad de mi enfermedad con el corazón roto, mi mente se centró más en el estado de mi corazón y en la obsesión por mi exnovio que en el cáncer. Y no es que yo así lo decidiera, sino que fue algo instintivo y poderoso, que me salió del alma. Hoy me pregunto si fue esa lucha, ese deseo, esa fuerza, ese ímpetu por recuperar mi relación, lo que realmente me salvó la vida».

¿Y vosotros, que opináis? ¿Puede el amor romántico hacernos sobrellevar mejor las duras situaciones derivadas de la pandemia? Espero vuestras respuestas. Sobre todo las de aquellos que estáis enamorados.

Mientras lo pensáis, os dejo con un interesante texto, que he traducido del inglés, de una conferencia dada por Helen Fisher, antropóloga y bióloga norteamericana.

EL AMOR ROMÁNTICO

La gente de todo el mundo canta y baila por amor, compone historias y poemas por amor, sufre por amor, vive por amor, mata por amor y muere por amor. Todas las sociedades conocen el amor romántico, todas lo experimentan, pero esta experiencia no implica siempre felicidad.

El amor romántico es una de las sensaciones más poderosas del mundo. Se registra en la parte del cerebro asociado con el querer, con la motivación, con la concentración y con el duelo. Es la misma parte que se activa cuando se consume cocaína. Pero el amor es mucho más que una droga, es una obsesión, porque te posee, y pierdes el sentido de ti mismo, ya que no puedes parar de pensar en otra persona.  Es como si alguien estuviese acampando en tu cabeza. Y esa obsesión puede llegar a ser peor cuando eres rechazado, porque en esta circunstancia amas aún más a la persona. Y es que se ha demostrado que la parte del cerebro que corresponde a la motivación registra mayor actividad cuando no puedes conseguir lo que quieres. Es por eso que el enamorado está dispuesto a arriesgar todo por conseguir ese premio del amor. La poesía dice que el dios del amor vive en el estado de la necesidad, pero no es necesidad, es una forma de estar en equilibrio, es como el hambre y la sed, es imposible mantenerlos fuera, alejarse de ellos, renunciar a ellos.  El amor es una adicción, buena si sale bien, horrible si va mal.  Es una adicción porque tiene todas las características de esta. Te concentras en la persona amada, piensas obsesivamente en ella, distorsionas la realidad, y corres enormes riesgos para conseguir su amor. Y como ocurre en cualquier adicción necesitas más, necesitas ver a la persona amada, más y más.

El amor romántico es por tanto una de las substancias más adictivas del mundo. Pero, ¿por qué te enamoras de una persona y no de otra? Tiende a pensarse que influye tener el mismo nivel socioeconómico, el mismo nivel de inteligencia, el mismo nivel de belleza, los mismos valores. Pero la ciencia demuestra que es en realidad tu biología la que te empuja más hacia una persona que hacia otra, según en qué grado expresas la dopamina, el estrógeno, la serotonina y la testosterona. Y es que existen varios tipos de persona según los porcentajes de estos químicos presentes en tu cerebro.

Jugar con fuego

Retengo las lágrimas que pugnan por salir, maldiciendo el día en que ese moreno de ojos oliva se cruzó en mi camino.

Por su culpa he dejado de tener una vida. Porque ahora mi existencia entera gira en torno a ÉL, en torno a ese hombre varonil y seductor que me tiene enloquecida. Sé, porque él mismo me lo ha contado, que ha estado con unas cuantas mujeres, todas guapas. Por eso no comprendo por qué se fijó en mí cuando me conoció. El caso es que él empezó a tontear conmigo y a mí me gustó. Entonces me planteé sus galanterías y sus juegos como un reto. Me propuse conquistarle en serio, enamorarle en serio. Quise tomármelo como una venganza en general hacia los hombres, hacia esos canallas que se aprovechan de los sentimientos de las mujeres y luego las dejan plantadas, como le había ocurrido a mi hermana Dulce. Quería ver al conquistador conquistado. Para conseguirlo adelgacé cinco kilos, me teñí el pelo de color cobrizo y empecé a llevar ropa ajustada y sexy. Me transformé en una nueva Alma, una mujer más femenina, atractiva y deseable. Pero después de muchos meses de coqueteo tuve que admitir a regañadientes que algo fallaba en mi plan. Si Jairo era el típico mujeriego, ¿por qué no había intentado llevarme a la cama? Nunca me había propuesto quedar, en realidad nunca me había propuesto nada, solo me vacilaba. Y estaba muy confusa porque sabía, desde que intentó besarme en Canarias, que de verdad me deseaba. Lo sabía también por su forma de mirarme, y por las caricias que me hacía en la cara. Lo sabía porque se tropezaba conmigo como por descuido y retenía su mano entre las mías cada vez que intercambiábamos unos folios o un bolígrafo. Lo sabía porque era escrupuloso, y sin embargo en las comidas de trabajo a veces él bebía de mi vaso y yo utilizaba su cucharilla de postre. Lo sabía porque una vez posó sus labios sobre mi frente para comprobar si tenía fiebre. E incluso en más de una ocasión, lejos de miradas indiscretas, me había cogido en brazos. Pero después de La Gomera no había intentado de nuevo besarme. Nunca. Hasta que por fin sucedió. Nos quedamos en la agencia solos por casualidad y ahí comenzó la historia que aún perdura.

He jugado con fuego y me he quemado, porque ni duermo, ni como, ni vivo.

Una vela encendida en un oscuro mar de lamentos

Imagen de Adina Voicu en Pixabay

Sonia Rosado/

Había algo de sobrenatural en aquella isla, donde una persistente niebla solía envolver sus parajes, evocando el misterioso mundo de los cuentos de hadas. En ella explosionaban con brillantez los colores. El ocre, el negro, el azul y el verde en su estado más puro y natural coloreaban los montes y barrancos, los bosques de pinos y laurisilva, las altísimas montañas guardianas de manantiales y cascadas, las exóticas palmeras y las vírgenes y negras playas.

 Hacía calor aunque era marzo, y una humedad algodonosa hacía sudar a Alma mientras desde el asiento trasero del todoterreno miraba con maravillado asombro ese paisaje que jamás imaginó descubrir. El vehículo ascendía una pendiente, un sendero de arena oscura, casi negra, que llevaba directamente a la entrada del hotel, situado a pie de un acantilado. Detrás de él una montaña sobrevolada por grajos escupía un chorro de agua que desembocaba en una poza de color azul verdoso; las aguas eran tan cristalinas que se podían distinguir las raíces de los árboles y las piedras del fondo.

El hotel Diamante era una casa grande de dos plantas, aislada en medio de un platanar. Su fachada blanca, adornada con centenares de pequeñas piedras oscuras, relucía en medio de aquella naturaleza salvaje. Las paredes estaban hendidas con las grietas doradas que dibujaban los rayos de sol, y había sombras de hojas con forma de abanico bajo las ventanas. Una gran piscina, situada en el centro de un jardín de palmeras albinas, dominaba el idílico panorama y, desde una determinada perspectiva, sus artificiales aguas azules parecían fundirse con el infinito mar turquesa.

El todoterreno se detuvo en el pequeño parking de la entrada. El conductor se bajó y se posicionó en la parte trasera del vehículo, pero en lugar de ayudarle a bajar, como ella pensó que haría, se limitó a abrir el maletero y a sacar su equipaje que apoyó en el suelo de tierra. No se habían dirigido la palabra en todo el trayecto. Él se había presentado en el aeropuerto con una pequeña pancarta con el nombre de Alma.

—Soy Jairo—, había dicho cuando ella se detuvo frente a él. No tenía acento canario.

—Alma—, musitó ella, sin mirarle a la cara, porque sus ojos a la altura del pecho de la camisa de él no contemplaban otra cosa que no fuera ella misma y la situación deprimente en la que se encontraba. Alzó mecánicamente una mano, más por inercia que por ser consciente de lo que hacía.

Jairo, ofuscado, la estrechó con idéntico desdén, e igualmente sin mirarla. En su caso, sus ojos no estaban perdidos, sino que vagaban de un lado a otro, como buscando algo. Pero a estas alturas los tres sabemos de sobra, Alma, que no buscaba algo sino a alguien. ¿Verdad Jairo?  Por eso la llevaste enseguida hasta el coche, guardaste su maleta, le indicaste que se acomodara en la parte trasera del todoterreno y condujiste con prisa y sin hablar durante todo el recorrido.

Así pues, no os hablasteis ni tampoco os mirasteis, no por mala educación o indiferencia, sino porque estabais ocupados en vuestros propios asuntos.

Jairo parecía contrariado, y Alma estaba completamente ensimismada, más pendiente de lo que ocurría en su mundo interior que en la vida exterior, que no lograba alcanzarla ni poniéndole delante al hombre, pensaría luego, más deseable de La Gomera.  

El techo del lobby estaba invadido de vegetación. Plantas verdísimas y flores blancas y amarillas, de un color intenso, casi luminoso, pendían de él. Se respiraba una fresca y serena atmósfera que invitaba al más amable de los descansos. Si la habitación resultaba ser igual, habría dado en el clavo. Paz, tranquilidad, relax, naturaleza, y sobre todo soledad, que era lo que ella necesitaba. El chófer se marchó sin despedirse, sin tan siquiera pronunciar unas mínimas palabras de cortesía deseándola feliz estancia. Algo que en absoluto a Alma le importó, es más, ni siquiera se percató de ello. Jairo había sido apenas una sombra en el camino y como una sombra se había ido.

Una de las ventajas de aquel hotel pequeño y familiar eran las atenciones de sus empleados. La recepcionista, una rubia y sonriente francesa, agarró su equipaje y la condujo personalmente a su habitación, una estancia grande, de unos treinta metros cuadrados. En mitad de la pared derecha se apoyaba la cama, sobre la que movía el aire un ventilador gigantesco. Al fondo, una gran terraza abierta vertía en el interior el aroma de la vegetación y de los plátanos, el rugido del mar y el gorjeo de los pájaros. La recepcionista se retiró discretamente, cerrando la puerta, no sin antes, ella sí, desearle unas felices vacaciones.

¿Vacaciones? Aquella escapada no eran vacaciones, solo un intento desesperado de recuperar las ganas de vivir. Porque no sentía necesidad alguna de vivir. Si hacía el esfuerzo de seguir adelante con aquella vida llena de insatisfacciones era únicamente porque pensaba en sus padres.

Se sentía perdida, desilusionada y terriblemente frustrada, tanto que incluso había acariciado con ideas suicidas la muerte.

Con frecuencia sentía ganas de llorar, por cualquier cosa. Sentía que no era nadie, que no tenía nada para dar, nada que ofrecer al mundo que valiera la pena. Algunas veces le costaba respirar. La desesperación le alienaba, impidiéndole ver más allá de sus fracasos. No había logrado alcanzar, a sus más de treinta años, aquello que más deseaba: vivir de su vocación como historiadora, recorrer el mundo entero, un verdadero amor con el que formar una familia, una familia… ¡Eso era lo que más la atormentaba! Se colocó las manos en el vientre… ¡Cómo había deseado tener un hijo!, tanto tiempo buscándolo, a pesar de las reticencias de Marcos, y cuando al fin se quedó embarazada lo perdió en el segundo mes de gestación, en un aborto espontáneo. Fue como si le arrancaran la carne. Lloró tanto que llegó un momento en que su organismo careció de agua para segregar más lágrimas. Y aún no se había repuesto cuando la tragedia la golpeó de nuevo, a ella y a toda la familia. Pero ahora no quería pensar en eso. Había asimilado que tenía que vivir y, puesto que debía ser así, intentaría hacerlo de la mejor manera posible. Por eso se había levantado de la cama en Madrid, había cogido un avión y había aparecido en aquel remoto paraje. «Ya que hay que vivir… vivamos», se dijo a sí misma.

Desde la terraza contemplaba boquiabierta el cielo blanquiazul y el horizonte marino. Cerca de la orilla resplandecía la intensidad verdosa de las hojas de las palmeras; el viento les susurraba palabras de amor y ellas respondían con una danza suave y armoniosa, eran como abanicos que cortaban suavemente el aire. Y sonrió a aquella inmensidad, a aquella poderosa naturaleza. Toda aquella perfección logró al fin hacer algo de mella en su ánimo sombrío.

Se descalzó y se arrojó sobre la cama. Casi de inmediato se quedó dormida. Esta vez no soñó, y si lo hizo no lo recuerda, solo sabe que descansó y que aquel reposo le aportó una nueva perspectiva de su situación. La despertó la extraña letanía de un pájaro, con el pecho color cobrizo tornasolado y las alas mitad amarillas y mitad verdes; el pico era tan negro como la tierra. La miraba fijamente, desde el respaldo de una silla próxima a la cama. Sus pequeños ojos eran de cobre, como los suyos, y al igual que los extraños sonidos que salían de su pico, parecían decirle algo. De pronto, el lenguaje decayó; los sonidos del canto, de los trinos o de lo que fuese aquella fascinante algarabía, comenzaron a ser menos intensos hasta silenciarse del todo, aburridos por la falta de respuesta. Y el pájaro voló, buscando la salida y, cuando partió, el eco de su música resonó en su cabeza, despertándola de su letargo, de aquella hibernación voluntaria a la que se había sometido. Y le entraron ganas de hacer cosas. Y lo primero que se le ocurrió, bajar a la piscina, fue el primero de toda una cadena de errores que acabarían obstaculizando su destino.

Tenía un cuerpo que casi nunca pasaba desapercibido. Sus protuberantes caderas, portadoras de un magnífico trasero, habían sido objeto de deseo por primera vez cuando tenía doce años y un chico de su clase se atrevió a manosearle las nalgas, a lo que ella respondió con una sonora bofetada.

Alma sabía cómo mover aquellas caderas que tanto atraían al género masculino. Pero no era un movimiento ensayado, sino todo lo contrario, era un movimiento instintivo y natural que formaba parte de su genética. Su cintura era estrecha y su vientre plano, y sus pechos aunque no eran grandes tampoco eran pequeños. Algo parecido ocurría con sus piernas, ni eran largas ni cortas, ni demasiado delgadas ni tampoco gordas, y armonizaban perfectamente con el resto de su cuerpo.

Lo que menos solía gustar de ella, en unos tiempos en los que se había impuesto la moda del bronceado, era la extrema blancura de su piel. Y como tener el pelo rojo tampoco estaba muy bien visto y además a Marcos no le gustaba demasiado, lo llevaba teñido de castaño, a pesar de que su color natural le favorecía mucho. Aun así seguía luciendo un porte singular, y a ello contribuían los trajes de baño que escogía ponerse.

Bajó a la piscina con un bikini dorado, cuya parte superior parecía una cortinilla que se anudaba al cuello y se abría en el centro, mostrando la mitad de unos senos turgentes y apretados. En verdad no pretendía lucirse sino solo nadar un poco, se había puesto ese bikini pero podría haber elegido otro, menos llamativo, aunque no por eso habría llamado menos la atención. El atractivo estaba ahí, en su bien formado cuerpo.

Eran las seis de la tarde y ya no había nadie en la piscina. Alma dedujo que todos o la mayoría de clientes del Diamante eran extranjeros y que estarían por tanto preparándose para cenar.

Se introdujo en el agua tibia muy despacio, bajando los escalones situados en la parte menos honda de la piscina. Hundió la cabeza y buceó hasta que los pulmones no pudieron resistir la falta de aire. Después nadó hasta el borde más cercano al mar y se quedó allí largo rato, sintiendo que aquel paraíso le estaba devolviendo la vida. Y se le ocurrió la segunda de las ideas, y al materializarla cometería el segundo de sus errores. Pensó que la poza, a esas horas, también estaría vacía.

Salió del agua, recogió la toalla de la hamaca donde había depositado sus efectos personales y comenzó a secarse el cabello.

En ese mismo momento Jairo caminaba cerca del borde del agua, con la mirada baja y distraída, hasta que se topó de frente con unos sugerentes pechos envueltos en oro. Alzó la mirada hacia su rostro y se quedó parado, observándola. Ella seguía secándose el pelo con la toalla y no le vio, hasta que dio unos pasos al frente para ponerse las chanclas que había dejado al ras de la piscina, y su cabeza acabó chocándose contra su pecho.

—Perdón —acertó a decir antes de levantar la vista.

Y ambos se reconocieron, y en ese reconocimiento Alma pasó de ser una mujer frágil, tímida y desorientada, a una mujer cautivadora; y Jairo dejó de ser el chófer serio y antipático para ser el hombre más guapo que Alma había visto en toda su vida. Lo primero que apreció de él fue su piel morena y su torso definido, de una belleza vandálica y libidinal. Su cabello era espeso y moreno, y sus ojos verdes brillaban iluminados por el sol. Se apartaron el uno del otro, más por vergüenza que por deseo real de alejarse, y continuaron sus respectivos caminos. Pero en ambos se quedó grabada la imagen del otro. Jairo dio media vuelta, y la siguió con la mirada. Cuando vio que en lugar de entrar al hotel había doblado la esquina, supo, con toda certeza, que enfilaría el sendero que partía de la parte trasera de la casa.

Alma llegó a la poza, justo en el instante en que una gran sombra se abatía sobre ella. Las ramas de algunos árboles se inclinaban balanceadas por el viento. El aire agitaba las aguas verde azuladas, donde aparecían las hojas y pétalos de flores que esparcía en ellas tras arrancarlos de las plantas y de las flores, cuyos tallos brotaban de los oscuros huecos de la tierra que rodeaban el caminito de guijarros que conducía a la entrada. Se descalzó, se desnudó, y atravesó las piedras con paso lento y perezoso, sintiéndolas frías bajo sus delicados pies, que percibían también las diferentes formas de aquellos cantos, puntiagudos y redondos. Tembló al tocar el agua helada, pero se negaba a desperdiciar la ocasión de bañarse rodeada de esa pura y natural belleza mundana. Avanzó despacio, hasta cubrirse la cintura, abrió los brazos y se zambulló en las profundidades como una hábil buceadora. Emergió después de las aguas frente a la majestuosidad de la cascada, cuyo rumor era el único sonido en mitad del silencio, pues hasta los pájaros se habían retirado, hasta el día siguiente, a la calidez de sus nidos. Un largo silbido, que sonó a llamada de apareamiento, desbarató aquel relajante mutismo.

Y entonces lo vio.

El antipático y atractivo chófer la observaba sin ruborizarse, estudiando sus formas desnudas y sinuosas, visibles en el agua transparente. Sintió deseos de abroncarle, de llorar y de sacarse de golpe toda la rabia que su pecho acumulaba hacía meses. Se contuvo, aunque continuó siendo un frágil junco a punto de romperse por la fuerza de una grosera impertinencia.

—No puede usted bañarse desnuda —le gritó.

Su voz era ruda, pero los ojos chispeantes rodeados de pequeñas arrugas y una sonrisa tan amplia como su descaro manifestaban otra cosa: parecían burlarse de ella.

—Esto no es una poza nudista, señorita… Aquí se bañan los respetables clientes del Diamante —recalcó.

La cara de Alma ardió, adquiriendo el color de una granada madura.

—Imagino que la poza, por muy cerca que esté del hotel, es pública, como toda la naturaleza que la circunda. Y si lo que insinúa usted es que no soy una mujer decente… ¡Mírese usted oiga, que se está aprovechando de la situación para darme un repaso! ¡Peor aún, se le ha hinchado el bañador, y no creo que sea por culpa del viento! —vociferó Alma antes de ponerse de pie en la charca. El agua le llegaba hasta la cintura, por lo que tuvo que ocultarse el pecho con las manos, y le encaró con el tono más chulesco que pudo.

—¿Está usted disfrutando de la vista? ¡Descarado!

—Ok señorita. No se enoje. Lleva usted razón, pero hablo en serio cuando afirmo que cualquiera puede subir ahora a la charca y sorprenderla… —y agregó con un gesto aclarativo de su mano—… en ese estado. A continuación utilizó esa misma mano para cogerle la toalla de la roca, donde ella la había dejado, y acercársela a la orilla.

—Venga, será mejor que salgas, o cogerás frío, el agua debe estar helada —comenzó a tutearla con un tono más dulce de voz—.Yo mientras te mostraré mi espalda, aunque como ya te has tomado la molestia de apreciar—no pudo evitar una risa burlona—, no es la parte más interesante de mi físico.

—¡Cuánta arrogancia, por favor! Pues no es mejor quién más tiene sino quien mejor sabe usarla, y a juzgar por lo engreído que eres… seguro que te preocupas solo de darte placer a ti mismo y la tienes desperdiciada. Y ahora, vamos, date la vuelta para que pueda de una vez ponerme el biquini —resopla—. Si es que los hombres como tú sois todos iguales, lo mejor es perderos de vista a la primera de cambio.

—Vale, vale, no te lo tomes tan mal —dijo con inesperada brusquedad—. Me gusta tomarle el pelo a la gente, pero no hay mala intención en mis bromas, y como puedes comprobar —añade señalando el sendero— tampoco te he mentido.

Alma notó que se había ofendido, e intuyó que entre sus defectos se encontraba una extrema y malsana susceptibilidad. Miró en la dirección que él apuntaba. Dos chicos jóvenes en bañador, uno rubio y otro moreno, se aproximaban con la toalla alrededor del cuello. Por suerte ya te habías puesto el bikini, cuentas en tu Diario. Para tu sorpresa, Jairo se metió en el agua y te cogió de la mano, ayudándote primero a salir de la poza, y luego guiando tus pasos por el caminito de piedras hasta el borde del sendero, donde cruzasteis las miradas con las de aquellos muchachos.

—Hombre, Jairo, ¿otra? Deja algo para los demás —dijo el moreno fijándose en su destacada protuberancia.

Tú frunciste el ceño, era justo lo que sospechabas.

—Nos vemos esta noche en la playa, ¿de acuerdo? —se limitó a decir él con una fría expresión y unos ojos duros.

—Tú también puedes venir —te propuso el chico rubio—. En este pueblo no celebramos la Semana Santa, pero tenemos la tradición en estos días de reunirnos en la playa junto a un fuego y contar cuentos o historias de los aborígenes de las islas.

Tu propia respuesta te sorprendió:

—Iré encantada—. Miraste a Jairo. No supiste discernir en la neutralidad de su rostro si aquella contestación le desagradaba.

 Os despedisteis de los chicos y regresasteis juntos al Diamante, sin mediar palabra. Él estaba absorto en sus pensamientos y tú te morías por saber lo que pensaba, pero no le preguntaste nada. Te dejó en recepción con un simple adiós y tú fuiste derecha a la habitación. Querías darte una ducha y olvidar todo lo que había pasado, pero cuando intentaste abrir el grifo del agua no fuiste capaz, por mucha fuerza que empleaste. Aquel hecho simple, que no era más que una contrariedad casera y cotidiana, te lo tomaste como una confabulación del destino que se empeñaba en seguir amargándote la vida. Y entonces escuchaste dos golpes secos en la puerta. Abriste descalza y en albornoz. Tu cara no pudo disimular a tiempo el desconcierto de ver a Jairo allí plantado.

—¿Te recojo a las siete y media?

—¿Qué? —preguntaste embobada.

—La fiesta de las hogueras…

—Ah… Ok. Y… Jairo —vacilaste—. ¿Podrías hacerme un favor? Sé que suena extraño, pero no consigo abrir el grifo de la ducha.

—Claro.

Te siguió hasta el baño. Te metiste en la ducha tú primero, para mostrarle que por más que tratabas de girar el grifo con las dos manos no se movía nada de nada. Él entró contigo, y al segundo de sus intentos el agua salió sin previo aviso y comenzó a caer sobre vuestras cabezas y vuestros cuerpos. En un acto reflejo os abrazasteis como queriendo protegeros. Tercer error. Sus ojos verdes te traspasaron a pesar de llevar puesto el albornoz. En esos ojos había un milagro, porque aquella mirada encendió en tu pecho la primera chispa de un fuego que quemaría tu amargura, aunque también tu corazón. Aquello era un renacer.

Jairo era una vela encendida en un oscuro mar de lamentos, alumbrando una marea que subía más y más, para iluminar tu sonrisa, una sonrisa que iba creciendo, al mismo tiempo que el asombroso descubrimiento de la pasión se expandía en tu interior.

Y comenzaste a arder.