La búsqueda del amor

Imagen de Ruslan Gilmanshin en Pixabay

Me enamoré de Mariví nada más verla desde el balcón de la casa de mis padres. Estaba en una terraza floreada de hermosas plantas. Su cabello rubio brillaba al sol mientras el viento jugueteaba con él. Las mejillas infantiles estaban encendidas por el calor inusual de primavera. Se sentó en el suelo para oler las rosas que su madre cultivaba en macetas. Las había de todos los colores: blancas, amarillas, naranjas, rojas, lilas y rosas. Se fijó en estas últimas, posando sus dedos de niña alrededor de uno de los capullos sin abrir. Enseguida la vi llevarse el dedo índice a la boca. Le dio un beso y sus labios se colorearon de carmín. Se había pinchado con una de las espinas. La yema del dedo sangraba. Y en aquel instante sentí el deseo de barrer con mi propio beso el tinte momentáneo de su boca. Pero ella entró en la casa desvaneciendo mi tierna imaginación. A partir de entonces comencé a salir al balcón. Al principio salía una vez al día, a la salida del instituto, a la misma hora en que la había visto la primera vez. Allí permanecía por tiempo indefinido, sentado en la butaca de mimbre de mi padre, sin perder de vista la puerta de la terraza. Sin embargo pasaron dos semanas y Mariví nunca apareció. Decidí entonces redoblar la vigilancia y salir también a media tarde, quedándome hasta la puesta de sol. Mi madre comenzó a extrañarse ante mi insistente manía de tomar el aire y el sol, pero nunca adivinó mi verdadera motivación.

Para cuando llegó el verano algunas plantas habían perdido color, otras tenían las hojas lacias o marchitas. Las rosas habían comenzado a perder las hojas y algunos capullos sin florecer se estaban oscureciendo hasta ponerse marrones, casi negros. Perdí toda esperanza de volverla a ver. Pero una tarde sucedió. Era sábado y regresaba de la piscina pública con mis amigos. Salí al balcón para tender la toalla y allí estaba ella, mirando el horizonte con indiferencia, quizá porque las rosas habían dejado de ser bellas y ya no merecían su atención. Pero supe que había algo más en cuanto me fijé mejor en su expresión, en ella había dolor. Lo corroboré cuando la vi pasarse las yemas de los dedos alrededor de sus ojos, azules como las hortensias, como si tratase de deshacerse de las lágrimas. Sin duda estaba llorando. De pronto se giró. Por la puerta de la terraza asomaba un hombre, sentado en silla de ruedas. Vi unas manos femeninas, en la oscuridad del interior, empujar la silla hasta sacarla al exterior, después esas manos desaparecieron. La niña y el hombre se quedaron solos. Me pareció raro el aspecto de aquel señor calvo, que llevaba jersey de manga larga y sus rodillas tapadas con una manta de cuadros, a pesar del calor infernal que había derretido hasta las plantas. Mariví se sentó encima de él y le rodeó el cuello con sus brazos, y así se quedaron largo rato, no sé exactamente cuánto pues llegué a un punto en que me dio pudor observar esa delicada intimidad y volví dentro de mi casa. Aquella tarde fue la última vez que vi a Mariví en esa terraza. Quiso en cambio el destino que la volviera a encontrar años después en un pub de Malasaña. La reconocí al instante, el mismo pelo, los mismos labios, la misma triste mirada. La invité a bailar, una canción de Shakira, y ella aceptó encantada, para mi sorpresa, pues me sentía un hombre rudo, feo y torpe frente a esa mujer de piel aterciopelada, gráciles movimientos y maneras sutiles y elegantes. Me volví a enamorar, y empecé a quererla como nadie la querría jamás. Era un pajarillo desvalido, huérfana de padre, y casi de madre, porque esta había rehecho su vida otorgando prioridad a su pareja frente a las necesidades de su propia hija. Quizá por ello Mariví, aunque no me amaba, se dejó querer, aceptando un noviazgo que nos mantuvo unidos más de diez años, hasta que otro la pidió bailar. Ese otro fue Jairo. La sedujo con su encanto viril y picaresco, y ella cayó en la trampa como una boba. Pero no la culpo, sé que, aunque me llegó a querer con toda su alma, nunca pudo amarme con pasión, un sentimiento que sí albergó por Jairo. Llegó a decirme algo que me rompió el corazón: «Jairo me hace sentir mujer». Me pareció cruel, además de una ironía. Aunque se sintiera todo lo mujer con él que su cuerpo le permitiera, nunca se sintió querida. Por eso una noche acudió a mí. Me echaba de menos. Hicimos el amor como si en ello nos fuera la vida, como si aquella fuera nuestra última vez. Y desgraciadamente así fue. A pesar de todo yo intenté mantenerla a mi lado, cuando me confesó, un mes después, que estaba embarazada de Jairo. Me ofrecí a criar a ese hijo como si fuera mío, ya que estaba seguro de que Jairo, no solo seguiría casado con Elisabeth, con la que tenía además una hija, sino que ni siquiera asumiría su responsabilidad de padre.

Y eso es, Laura, todo lo que puedo contarte de Mariví. Ojalá fuera yo tu padre, ojalá aquella última noche que pasamos juntos fuera la noche en que te concebimos. Pero tu madre me dejó claro que el bebé que se estaba formando en su vientre era de Jairo, él es por tanto la persona que estás buscando.

Una vela encendida en un oscuro mar de lamentos

Imagen de Adina Voicu en Pixabay

Sonia Rosado/

Había algo de sobrenatural en aquella isla, donde una persistente niebla solía envolver sus parajes, evocando el misterioso mundo de los cuentos de hadas. En ella explosionaban con brillantez los colores. El ocre, el negro, el azul y el verde en su estado más puro y natural coloreaban los montes y barrancos, los bosques de pinos y laurisilva, las altísimas montañas guardianas de manantiales y cascadas, las exóticas palmeras y las vírgenes y negras playas.

 Hacía calor aunque era marzo, y una humedad algodonosa hacía sudar a Alma mientras desde el asiento trasero del todoterreno miraba con maravillado asombro ese paisaje que jamás imaginó descubrir. El vehículo ascendía una pendiente, un sendero de arena oscura, casi negra, que llevaba directamente a la entrada del hotel, situado a pie de un acantilado. Detrás de él una montaña sobrevolada por grajos escupía un chorro de agua que desembocaba en una poza de color azul verdoso; las aguas eran tan cristalinas que se podían distinguir las raíces de los árboles y las piedras del fondo.

El hotel Diamante era una casa grande de dos plantas, aislada en medio de un platanar. Su fachada blanca, adornada con centenares de pequeñas piedras oscuras, relucía en medio de aquella naturaleza salvaje. Las paredes estaban hendidas con las grietas doradas que dibujaban los rayos de sol, y había sombras de hojas con forma de abanico bajo las ventanas. Una gran piscina, situada en el centro de un jardín de palmeras albinas, dominaba el idílico panorama y, desde una determinada perspectiva, sus artificiales aguas azules parecían fundirse con el infinito mar turquesa.

El todoterreno se detuvo en el pequeño parking de la entrada. El conductor se bajó y se posicionó en la parte trasera del vehículo, pero en lugar de ayudarle a bajar, como ella pensó que haría, se limitó a abrir el maletero y a sacar su equipaje que apoyó en el suelo de tierra. No se habían dirigido la palabra en todo el trayecto. Él se había presentado en el aeropuerto con una pequeña pancarta con el nombre de Alma.

—Soy Jairo—, había dicho cuando ella se detuvo frente a él. No tenía acento canario.

—Alma—, musitó ella, sin mirarle a la cara, porque sus ojos a la altura del pecho de la camisa de él no contemplaban otra cosa que no fuera ella misma y la situación deprimente en la que se encontraba. Alzó mecánicamente una mano, más por inercia que por ser consciente de lo que hacía.

Jairo, ofuscado, la estrechó con idéntico desdén, e igualmente sin mirarla. En su caso, sus ojos no estaban perdidos, sino que vagaban de un lado a otro, como buscando algo. Pero a estas alturas los tres sabemos de sobra, Alma, que no buscaba algo sino a alguien. ¿Verdad Jairo?  Por eso la llevaste enseguida hasta el coche, guardaste su maleta, le indicaste que se acomodara en la parte trasera del todoterreno y condujiste con prisa y sin hablar durante todo el recorrido.

Así pues, no os hablasteis ni tampoco os mirasteis, no por mala educación o indiferencia, sino porque estabais ocupados en vuestros propios asuntos.

Jairo parecía contrariado, y Alma estaba completamente ensimismada, más pendiente de lo que ocurría en su mundo interior que en la vida exterior, que no lograba alcanzarla ni poniéndole delante al hombre, pensaría luego, más deseable de La Gomera.  

El techo del lobby estaba invadido de vegetación. Plantas verdísimas y flores blancas y amarillas, de un color intenso, casi luminoso, pendían de él. Se respiraba una fresca y serena atmósfera que invitaba al más amable de los descansos. Si la habitación resultaba ser igual, habría dado en el clavo. Paz, tranquilidad, relax, naturaleza, y sobre todo soledad, que era lo que ella necesitaba. El chófer se marchó sin despedirse, sin tan siquiera pronunciar unas mínimas palabras de cortesía deseándola feliz estancia. Algo que en absoluto a Alma le importó, es más, ni siquiera se percató de ello. Jairo había sido apenas una sombra en el camino y como una sombra se había ido.

Una de las ventajas de aquel hotel pequeño y familiar eran las atenciones de sus empleados. La recepcionista, una rubia y sonriente francesa, agarró su equipaje y la condujo personalmente a su habitación, una estancia grande, de unos treinta metros cuadrados. En mitad de la pared derecha se apoyaba la cama, sobre la que movía el aire un ventilador gigantesco. Al fondo, una gran terraza abierta vertía en el interior el aroma de la vegetación y de los plátanos, el rugido del mar y el gorjeo de los pájaros. La recepcionista se retiró discretamente, cerrando la puerta, no sin antes, ella sí, desearle unas felices vacaciones.

¿Vacaciones? Aquella escapada no eran vacaciones, solo un intento desesperado de recuperar las ganas de vivir. Porque no sentía necesidad alguna de vivir. Si hacía el esfuerzo de seguir adelante con aquella vida llena de insatisfacciones era únicamente porque pensaba en sus padres.

Se sentía perdida, desilusionada y terriblemente frustrada, tanto que incluso había acariciado con ideas suicidas la muerte.

Con frecuencia sentía ganas de llorar, por cualquier cosa. Sentía que no era nadie, que no tenía nada para dar, nada que ofrecer al mundo que valiera la pena. Algunas veces le costaba respirar. La desesperación le alienaba, impidiéndole ver más allá de sus fracasos. No había logrado alcanzar, a sus más de treinta años, aquello que más deseaba: vivir de su vocación como historiadora, recorrer el mundo entero, un verdadero amor con el que formar una familia, una familia… ¡Eso era lo que más la atormentaba! Se colocó las manos en el vientre… ¡Cómo había deseado tener un hijo!, tanto tiempo buscándolo, a pesar de las reticencias de Marcos, y cuando al fin se quedó embarazada lo perdió en el segundo mes de gestación, en un aborto espontáneo. Fue como si le arrancaran la carne. Lloró tanto que llegó un momento en que su organismo careció de agua para segregar más lágrimas. Y aún no se había repuesto cuando la tragedia la golpeó de nuevo, a ella y a toda la familia. Pero ahora no quería pensar en eso. Había asimilado que tenía que vivir y, puesto que debía ser así, intentaría hacerlo de la mejor manera posible. Por eso se había levantado de la cama en Madrid, había cogido un avión y había aparecido en aquel remoto paraje. «Ya que hay que vivir… vivamos», se dijo a sí misma.

Desde la terraza contemplaba boquiabierta el cielo blanquiazul y el horizonte marino. Cerca de la orilla resplandecía la intensidad verdosa de las hojas de las palmeras; el viento les susurraba palabras de amor y ellas respondían con una danza suave y armoniosa, eran como abanicos que cortaban suavemente el aire. Y sonrió a aquella inmensidad, a aquella poderosa naturaleza. Toda aquella perfección logró al fin hacer algo de mella en su ánimo sombrío.

Se descalzó y se arrojó sobre la cama. Casi de inmediato se quedó dormida. Esta vez no soñó, y si lo hizo no lo recuerda, solo sabe que descansó y que aquel reposo le aportó una nueva perspectiva de su situación. La despertó la extraña letanía de un pájaro, con el pecho color cobrizo tornasolado y las alas mitad amarillas y mitad verdes; el pico era tan negro como la tierra. La miraba fijamente, desde el respaldo de una silla próxima a la cama. Sus pequeños ojos eran de cobre, como los suyos, y al igual que los extraños sonidos que salían de su pico, parecían decirle algo. De pronto, el lenguaje decayó; los sonidos del canto, de los trinos o de lo que fuese aquella fascinante algarabía, comenzaron a ser menos intensos hasta silenciarse del todo, aburridos por la falta de respuesta. Y el pájaro voló, buscando la salida y, cuando partió, el eco de su música resonó en su cabeza, despertándola de su letargo, de aquella hibernación voluntaria a la que se había sometido. Y le entraron ganas de hacer cosas. Y lo primero que se le ocurrió, bajar a la piscina, fue el primero de toda una cadena de errores que acabarían obstaculizando su destino.

Tenía un cuerpo que casi nunca pasaba desapercibido. Sus protuberantes caderas, portadoras de un magnífico trasero, habían sido objeto de deseo por primera vez cuando tenía doce años y un chico de su clase se atrevió a manosearle las nalgas, a lo que ella respondió con una sonora bofetada.

Alma sabía cómo mover aquellas caderas que tanto atraían al género masculino. Pero no era un movimiento ensayado, sino todo lo contrario, era un movimiento instintivo y natural que formaba parte de su genética. Su cintura era estrecha y su vientre plano, y sus pechos aunque no eran grandes tampoco eran pequeños. Algo parecido ocurría con sus piernas, ni eran largas ni cortas, ni demasiado delgadas ni tampoco gordas, y armonizaban perfectamente con el resto de su cuerpo.

Lo que menos solía gustar de ella, en unos tiempos en los que se había impuesto la moda del bronceado, era la extrema blancura de su piel. Y como tener el pelo rojo tampoco estaba muy bien visto y además a Marcos no le gustaba demasiado, lo llevaba teñido de castaño, a pesar de que su color natural le favorecía mucho. Aun así seguía luciendo un porte singular, y a ello contribuían los trajes de baño que escogía ponerse.

Bajó a la piscina con un bikini dorado, cuya parte superior parecía una cortinilla que se anudaba al cuello y se abría en el centro, mostrando la mitad de unos senos turgentes y apretados. En verdad no pretendía lucirse sino solo nadar un poco, se había puesto ese bikini pero podría haber elegido otro, menos llamativo, aunque no por eso habría llamado menos la atención. El atractivo estaba ahí, en su bien formado cuerpo.

Eran las seis de la tarde y ya no había nadie en la piscina. Alma dedujo que todos o la mayoría de clientes del Diamante eran extranjeros y que estarían por tanto preparándose para cenar.

Se introdujo en el agua tibia muy despacio, bajando los escalones situados en la parte menos honda de la piscina. Hundió la cabeza y buceó hasta que los pulmones no pudieron resistir la falta de aire. Después nadó hasta el borde más cercano al mar y se quedó allí largo rato, sintiendo que aquel paraíso le estaba devolviendo la vida. Y se le ocurrió la segunda de las ideas, y al materializarla cometería el segundo de sus errores. Pensó que la poza, a esas horas, también estaría vacía.

Salió del agua, recogió la toalla de la hamaca donde había depositado sus efectos personales y comenzó a secarse el cabello.

En ese mismo momento Jairo caminaba cerca del borde del agua, con la mirada baja y distraída, hasta que se topó de frente con unos sugerentes pechos envueltos en oro. Alzó la mirada hacia su rostro y se quedó parado, observándola. Ella seguía secándose el pelo con la toalla y no le vio, hasta que dio unos pasos al frente para ponerse las chanclas que había dejado al ras de la piscina, y su cabeza acabó chocándose contra su pecho.

—Perdón —acertó a decir antes de levantar la vista.

Y ambos se reconocieron, y en ese reconocimiento Alma pasó de ser una mujer frágil, tímida y desorientada, a una mujer cautivadora; y Jairo dejó de ser el chófer serio y antipático para ser el hombre más guapo que Alma había visto en toda su vida. Lo primero que apreció de él fue su piel morena y su torso definido, de una belleza vandálica y libidinal. Su cabello era espeso y moreno, y sus ojos verdes brillaban iluminados por el sol. Se apartaron el uno del otro, más por vergüenza que por deseo real de alejarse, y continuaron sus respectivos caminos. Pero en ambos se quedó grabada la imagen del otro. Jairo dio media vuelta, y la siguió con la mirada. Cuando vio que en lugar de entrar al hotel había doblado la esquina, supo, con toda certeza, que enfilaría el sendero que partía de la parte trasera de la casa.

Alma llegó a la poza, justo en el instante en que una gran sombra se abatía sobre ella. Las ramas de algunos árboles se inclinaban balanceadas por el viento. El aire agitaba las aguas verde azuladas, donde aparecían las hojas y pétalos de flores que esparcía en ellas tras arrancarlos de las plantas y de las flores, cuyos tallos brotaban de los oscuros huecos de la tierra que rodeaban el caminito de guijarros que conducía a la entrada. Se descalzó, se desnudó, y atravesó las piedras con paso lento y perezoso, sintiéndolas frías bajo sus delicados pies, que percibían también las diferentes formas de aquellos cantos, puntiagudos y redondos. Tembló al tocar el agua helada, pero se negaba a desperdiciar la ocasión de bañarse rodeada de esa pura y natural belleza mundana. Avanzó despacio, hasta cubrirse la cintura, abrió los brazos y se zambulló en las profundidades como una hábil buceadora. Emergió después de las aguas frente a la majestuosidad de la cascada, cuyo rumor era el único sonido en mitad del silencio, pues hasta los pájaros se habían retirado, hasta el día siguiente, a la calidez de sus nidos. Un largo silbido, que sonó a llamada de apareamiento, desbarató aquel relajante mutismo.

Y entonces lo vio.

El antipático y atractivo chófer la observaba sin ruborizarse, estudiando sus formas desnudas y sinuosas, visibles en el agua transparente. Sintió deseos de abroncarle, de llorar y de sacarse de golpe toda la rabia que su pecho acumulaba hacía meses. Se contuvo, aunque continuó siendo un frágil junco a punto de romperse por la fuerza de una grosera impertinencia.

—No puede usted bañarse desnuda —le gritó.

Su voz era ruda, pero los ojos chispeantes rodeados de pequeñas arrugas y una sonrisa tan amplia como su descaro manifestaban otra cosa: parecían burlarse de ella.

—Esto no es una poza nudista, señorita… Aquí se bañan los respetables clientes del Diamante —recalcó.

La cara de Alma ardió, adquiriendo el color de una granada madura.

—Imagino que la poza, por muy cerca que esté del hotel, es pública, como toda la naturaleza que la circunda. Y si lo que insinúa usted es que no soy una mujer decente… ¡Mírese usted oiga, que se está aprovechando de la situación para darme un repaso! ¡Peor aún, se le ha hinchado el bañador, y no creo que sea por culpa del viento! —vociferó Alma antes de ponerse de pie en la charca. El agua le llegaba hasta la cintura, por lo que tuvo que ocultarse el pecho con las manos, y le encaró con el tono más chulesco que pudo.

—¿Está usted disfrutando de la vista? ¡Descarado!

—Ok señorita. No se enoje. Lleva usted razón, pero hablo en serio cuando afirmo que cualquiera puede subir ahora a la charca y sorprenderla… —y agregó con un gesto aclarativo de su mano—… en ese estado. A continuación utilizó esa misma mano para cogerle la toalla de la roca, donde ella la había dejado, y acercársela a la orilla.

—Venga, será mejor que salgas, o cogerás frío, el agua debe estar helada —comenzó a tutearla con un tono más dulce de voz—.Yo mientras te mostraré mi espalda, aunque como ya te has tomado la molestia de apreciar—no pudo evitar una risa burlona—, no es la parte más interesante de mi físico.

—¡Cuánta arrogancia, por favor! Pues no es mejor quién más tiene sino quien mejor sabe usarla, y a juzgar por lo engreído que eres… seguro que te preocupas solo de darte placer a ti mismo y la tienes desperdiciada. Y ahora, vamos, date la vuelta para que pueda de una vez ponerme el biquini —resopla—. Si es que los hombres como tú sois todos iguales, lo mejor es perderos de vista a la primera de cambio.

—Vale, vale, no te lo tomes tan mal —dijo con inesperada brusquedad—. Me gusta tomarle el pelo a la gente, pero no hay mala intención en mis bromas, y como puedes comprobar —añade señalando el sendero— tampoco te he mentido.

Alma notó que se había ofendido, e intuyó que entre sus defectos se encontraba una extrema y malsana susceptibilidad. Miró en la dirección que él apuntaba. Dos chicos jóvenes en bañador, uno rubio y otro moreno, se aproximaban con la toalla alrededor del cuello. Por suerte ya te habías puesto el bikini, cuentas en tu Diario. Para tu sorpresa, Jairo se metió en el agua y te cogió de la mano, ayudándote primero a salir de la poza, y luego guiando tus pasos por el caminito de piedras hasta el borde del sendero, donde cruzasteis las miradas con las de aquellos muchachos.

—Hombre, Jairo, ¿otra? Deja algo para los demás —dijo el moreno fijándose en su destacada protuberancia.

Tú frunciste el ceño, era justo lo que sospechabas.

—Nos vemos esta noche en la playa, ¿de acuerdo? —se limitó a decir él con una fría expresión y unos ojos duros.

—Tú también puedes venir —te propuso el chico rubio—. En este pueblo no celebramos la Semana Santa, pero tenemos la tradición en estos días de reunirnos en la playa junto a un fuego y contar cuentos o historias de los aborígenes de las islas.

Tu propia respuesta te sorprendió:

—Iré encantada—. Miraste a Jairo. No supiste discernir en la neutralidad de su rostro si aquella contestación le desagradaba.

 Os despedisteis de los chicos y regresasteis juntos al Diamante, sin mediar palabra. Él estaba absorto en sus pensamientos y tú te morías por saber lo que pensaba, pero no le preguntaste nada. Te dejó en recepción con un simple adiós y tú fuiste derecha a la habitación. Querías darte una ducha y olvidar todo lo que había pasado, pero cuando intentaste abrir el grifo del agua no fuiste capaz, por mucha fuerza que empleaste. Aquel hecho simple, que no era más que una contrariedad casera y cotidiana, te lo tomaste como una confabulación del destino que se empeñaba en seguir amargándote la vida. Y entonces escuchaste dos golpes secos en la puerta. Abriste descalza y en albornoz. Tu cara no pudo disimular a tiempo el desconcierto de ver a Jairo allí plantado.

—¿Te recojo a las siete y media?

—¿Qué? —preguntaste embobada.

—La fiesta de las hogueras…

—Ah… Ok. Y… Jairo —vacilaste—. ¿Podrías hacerme un favor? Sé que suena extraño, pero no consigo abrir el grifo de la ducha.

—Claro.

Te siguió hasta el baño. Te metiste en la ducha tú primero, para mostrarle que por más que tratabas de girar el grifo con las dos manos no se movía nada de nada. Él entró contigo, y al segundo de sus intentos el agua salió sin previo aviso y comenzó a caer sobre vuestras cabezas y vuestros cuerpos. En un acto reflejo os abrazasteis como queriendo protegeros. Tercer error. Sus ojos verdes te traspasaron a pesar de llevar puesto el albornoz. En esos ojos había un milagro, porque aquella mirada encendió en tu pecho la primera chispa de un fuego que quemaría tu amargura, aunque también tu corazón. Aquello era un renacer.

Jairo era una vela encendida en un oscuro mar de lamentos, alumbrando una marea que subía más y más, para iluminar tu sonrisa, una sonrisa que iba creciendo, al mismo tiempo que el asombroso descubrimiento de la pasión se expandía en tu interior.

Y comenzaste a arder.

Una pasión insensata

Sonia Rosado/

Le viste aparecer.

O mejor dicho, les viste, en la oscuridad de la noche, caminando por la acera en dirección al club.

Jairo iba de la mano de una mujer morena de rasgos gitanos, con una melena que le rozaba el coxis. Era muy joven (debía rondar los veinte), y tan delgada, que en su figura, cubierta por un vestido negro ceñido, apenas se intuían las formas femeninas. Su pecho era muy pequeño, y su cadera estrecha casi medía lo mismo que su cintura. Y sin embargo era guapa, y caminaba por la calle con perfecto equilibrio, dominando el peso de unos tacones que estilizaban aún más unas piernas que de por sí eran como dos alfileres.

Parpadeaste varias veces, y también suspiraste, aunque fue este un suspiro más de resignación que de sorpresa. Tenías claro que un hombre como Jairo no podía ser para ti.

 Antes de franquear la puerta de la sala contemplaste en el retrovisor de un coche el estado de tu maquillaje, te atusaste los rizos cobrizos y te colocaste el pecho en el escote de tu vestido blanco, ajustado como el de la gitana, pero que en ti resaltaba una cierta exuberancia.

De hecho Jairo te observó, desde el centro de la pista de baile, y se dio cuenta de que, además de su propia mirada, había otras que se posaban en tu pecaminoso cuerpo, como la del hombre de pelo engominado que te guiñó un ojo sin que tú te percatases, o la de aquel otro con una camiseta que resaltaba sus pectorales, y cuya sensual boca dibujó una sonrisa de profunda admiración.

La orquesta cambió de estilo, pasando de la salsa al reguetón, en el justo momento en que divisaste a la pareja mientras tomabas asiento en una zona apenas iluminada, junto a una mesa donde había una copa vacía y ardía la llama de una vela. Allí tratarías de esconder tu desengaño.

Mientras tú te arrancabas nerviosamente las uñas con las manos, ellos se balanceaban al compás de una música lasciva, bajo el brillo de enormes e indecorosas bolas plateadas. La morena le restregaba el culo en la bragueta con las manos de uñas larguísimas aferradas a las caderas masculinas, como temiendo que el hombre se le escapara. Jairo no parecía estar muy atento a esa provocativa insinuación, envidiada ya por algunos machos de la sala, que no le quitaban los ojos de encima a la bella e impúdica gitana. Muy al contrario, sus ojos estaban distraídos mirándote tan fijamente que brotaron dos grandes coloretes en tus pálidas mejillas. Pero tú estabas segura de un vínculo amoroso o sexual con la gitana. No había más que verla, la seguridad con la que ejecutaba aquellos movimientos obscenos, la brillantez de su negra mirada y la sonrisa triunfal en los labios. Era la viva expresión de la euforia, manifestada en cada uno de sus gestos. Exhalaba una especie de embriaguez que supiste reconocer. La mujer morena estaba enamorada.

Y sin embargo, no podías eludir su mirada. Ese hombre emanaba un encanto natural, irresistible y peligroso: con su pícara sonrisa, sus expresivos ojos verdes con motas negras, su voz educada y melosa y sus manos fuertes de uñas grandes y dedos gruesos, sabía tejer una fina tela de araña en la que las mujeres quedabais atrapadas.

Conseguiste finalmente desasirse de su trampa y saliste del local buscando refugio en la oscuridad de la noche estrellada. Caminaste hasta el coche de alquiler, apoyaste la espalda en la puerta del conductor y aspiraste con fuerza para llenar tus pulmones con la brisa que traía el fresco aliento del mar.

Ni en sueños se te habría ocurrido imaginar que él te seguiría.

En cambio allí estaba, inesperadamente, a más o menos medio metro de ti. La distancia variaba, dependiendo del movimiento de sus piernas, que daban pasos cortos y temblaban, o temblaban primero y luego andaban para tratar de detener la exaltación.

La pareja de baile, y de cama, muy cerca, observaba la escena de brazos cruzados, con un continuo y negativo movimiento de cabeza. Sus ojos negros habían perdido brillo y su cara se había descolorido. No pudiste saber lo que Elisabeth, que no era gitana pero sí su amante, sintió en aquel trágico momento. Lo que sí sé, Alma, es lo que vio: la consecuencia de ese hilo invisible que inexplicablemente os unía, y que tú, más que él, mostrabas sin que te dieras cuenta cada vez que lo mirabas. Tus ojos eran flamas palpitantes que calentaban su corazón; y eso lo alentaba.

Acortó el espacio que os separaba. Ahora podías escuchar el ritmo agitado de su respiración. Los ojos verdes se clavaron como espinas en los tuyos, pero la miel que los coloreaba, en lugar de derretirse se espesó de pánico, porque estabas aterrada, por la culpa, por la duda, y sobre todo por los celos. No estabas preparada para lo que vino a continuación.

Jairo te abrazó, rodeando tu tembloroso cuerpo con sus brazos poderosos de prominentes venas azuladas. En un primer momento intentó calmar la angustia que leía en tu expresión. Pero sus intenciones eran otras. Deshizo el abrazo, te rodeó el cuello con sus fuertes manos y bajó la cabeza buscando tocar tu nariz con la suya, y apretó los labios contra los tuyos.

 Asustada, rechazaste su beso, girando la cara. Te zafaste de él retirando las manos que aún te rodeaban, y huiste desvalida como una niña extraviada en territorio ignoto. Pero solo eras una mujer inexperta que no se atrevió a explorar un sentimiento desconocido, que se le había incrustado bajo la piel, y se extendía como una droga, como una enfermedad infecciosa. Comprendiste que nunca habías sentido algo ni remotamente parecido, POR NADIE. A partir de aquel momento el deseo urdiría la búsqueda constante de su presencia.

Ay, Alma, no lo sabías entonces:

La pasión, como una grave enfermedad, mata.

Y como la muerte, la pasión no tiene un momento más apropiado, o menos, para hacer su aparición. Ni a la pasión ni a la muerte les importa sin son oportunas o no. No les importa tampoco a quién o a quienes dejarás atrás cuando te atrapen. No importa si estás a punto de casarte, si acabas de ser madre o padre, si estás perdiendo a un ser querido, si luchas contra una enfermedad… Porque te alcanzarán y no habrá vuelta atrás. Nada podrá ya deshacerse. Y lo peor es cuando se mezclan ambas o cuando una conduce a la otra. Es un pecado descubrir la pasión cuando vas a morir o morir de pasión.

Y ambas son un pensamiento obsesivo.

Me cuesta imaginar, querida Alma, el momento en que te diste cuenta de que todo tu ser dependía de esa perturbación, que explosionó en un momento tan extraño, en que lidiabas con la pérdida de un bebé que ni siquiera había llegado a formarse en tu vientre, la desidia de tu marido y una enfermedad que no era tuya pero que te dolía como si lo fuera, una enfermedad temible sobre todo porque no te era en absoluto ajena, la conocías muy bien, por desgracia, y sabías que todo lo devastaría.

Menuda imprudencia, en tu estado, dejarse arrastrar por aquella locura insensata.

Una terapia fantástica

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Sonia Rosado/

Estoy en Italia, en Florencia, en el Campanile de Giotto, contemplando de pie la ciudad desde las alturas. No siento vértigo, todo el vértigo que podía sentir creo que ya lo he experimentado, en el lapso de unos pocos meses. En julio estuve en La Habana, donde puse mi vida en peligro, incluso fui secuestrada, pero al final el riesgo no valió de nada, mi hermano nos dejó de todas formas. Después perdí mi trabajo, y llevo un mes divorciada porque me enamoré como una idiota, de Jairo. Y ahora, mientras ÉL está disfrutando de su luna de miel con Elisabeth, yo estoy pensando cuántos segundos tardará mi cuerpo en recorrer la distancia entre el punto más alto del Campanile y la plaza del Duomo. De repente me embarga un ligero mareo, y me agacho para sentarme en el suelo, por dos motivos, para evitar la tentación de lanzarme al vacío y porque estoy demasiado cansada, tanto que me cuesta respirar. Mi amiga Ángela se acerca a mí, asustada. Dios mío, Alma, estás pálida, me dice. Seguro que lo estoy, porque me duelen las piernas y los brazos, y tengo ganas de vomitar. Debemos volver a casa, me insta Ángela, que me ayuda a levantarme y también a caminar.

Bajar los cuatrocientos escalones del campanile es una tarea ardua. Mis piernas pesan como el plomo. Mientras descendemos, Ángela me mira con compasión. Vamos Alma, anímate. No tienes nada que lamentar. TU VIDA ANTES DE JAIRO era bastante complicada.

Ya en el exterior, bajo el influjo del sol de mediodía me siento desfallecer. Los potentes rayos de luz me queman por dentro, y un calor seco acelera los latidos de mi corazón. Entonces lo veo, a mi querido Tito, a un Tito sano, fuerte y hermoso, que me llama sonriente con el dedo índice de su mano. Acudo febril a su encuentro, imprimiendo, en las baldosas de piedra, pequeñas y débiles pisadas. Llego hasta él abriendo los brazos para acogerlo en mi seno. De pronto el semblante de mi hermano adquiere la dureza de una roca. Su gesto, serio y sombrío, es lo último que observo antes de caer desplomada sobre el pavimento gris de la histórica plaza italiana.

Me despierto en una ambulancia, tumbada en una camilla. Tengo mucha fiebre. Ángela está a mi lado, llorando. Cuando se percata de que he abierto los ojos trata de esconder las lágrimas limpiándose la cara con una toallita refrescante.

Me llevan a un hospital algo lejos de Florencia, menos masificado y donde atienden antes las urgencias. En el registro, después de preguntarme por mis síntomas, me hacen cumplimentar una hoja con mis datos personales. Me solicitan mi tarjeta sanitaria europea, al tiempo que me ponen un termómetro y me dan paracetamol para bajarme los treinta y nueve grados de fiebre. A los pocos minutos me llevan a la consulta de reconocimiento, Ángela se queda en la sala de espera. Me auscultan el tórax, me colocan un pulsímetro en el dedo para comprobar el porcentaje de saturación de oxígeno y me hacen un electrocardiograma. También quieren realizarme una radiografía, pero antes necesitan saber si estoy embarazada. Les cuento en español y en inglés que no hay ninguna posibilidad de que esté preñada. Aun así tengo que firmarlo por escrito y dar mi autorización para la realización de la prueba, durante la cual me tengo que apañar con las instrucciones que el técnico de rayos X me da en francés.

A continuación me conducen en camilla a observación, con otros pacientes. Pasa bastante tiempo hasta que alguien viene a verme para contarme qué es lo que me pasa, aunque yo ya me lo imagino. Un joven enfermero, llamado Ángel, me lo corrobora en un perfecto español. Tengo neumonía, sí, eso ya lo suponía, pero lo que no esperaba oír es que es una neumonía grave, la mancha del pulmón izquierdo que han visto en la radiografía es grande, la infección es importante. Van a ingresarme como mínimo cinco días, y eso ya sí que me preocupa. Justo en ese momento recibo en el móvil una llamada de Dulce, no lo cojo, no quiero decirle a mi hermana que estoy en un hospital. No quiero asustar a mi familia.

Se hace de noche. A Ángela no le permiten quedarse conmigo y regresa en taxi a su villa. Me trasladan a una habitación ocupada por otras dos mujeres, una es más o menos de mi edad y la otra es una señora mayor. La joven tiene un extraño virus tropical, que no son capaces de determinar, y la señora mayor una infección a raíz de una operación de corazón. Una enfermera me dice en «itañol», así denomino yo a la mezcla de ambos idiomas, que tenga paciencia con ellas, porque se pasan el día discutiendo por elegir el canal de televisión o la temperatura del aire acondicionado.

Y aquí estoy, con la mascarilla de oxígeno en la cara y enganchada al antibiótico por vía intravenosa, tumbada en la cama mirando al techo, esperando a que remita la fiebre o me venza el sueño, mientras lleno mi mente de oscuros pensamientos, mortificándome por mi egoísmo, porque siempre estoy tratando de superar mis carencias y defectos para poder seguir creyéndome el ombligo del mundo, la protagonista de una ÓPERA, cosa que me está resultando bastante difícil esta vez. Por fortuna, una taza de capuccino, depositada sobre mi cama en un plato, es una inyección de ánimo para mi creciente desconsuelo.

A la mañana siguiente abro los ojos sobresaltada por el murmullo de voces y pasos que llegan desde el pasillo. Me levanto, con la misma ropa con la que entré en el hospital, pantalones cortos y camiseta de tirantes −aquí no te dan camisón como en España−, y me calzo mis sandalias planas. Salgo fuera de la habitación, y me fijo en que las enfermeras llevan libros en las bandejas del desayuno, todos con etiquetas de diferentes colores. Regreso a mi cama, a esperar con curiosidad una de aquellas extrañas bandejas. Por fin entra alguien. Es el enfermero español de nombre Ángel. Mis compañeras reciben, con el desayuno, novelas, una cada una. Del libro de la anciana pende una etiqueta roja, del de la joven una morada. Pero para mí no hay novela, aunque si la hubiera no podría leerla, pues no hablo italiano. Ángel adivina mis pensamientos con solo ver mi cara de desconcierto. A ti todavía no te ha visto el psicólogo, me comenta, pero de todas formas no tenemos nada en español. Le pregunto por qué sirven libros a los pacientes. Es una nueva terapia, me responde. Muchas veces las enfermedades físicas son el reflejo de las enfermedades emocionales. Y aun cuando no lo sean, los libros siempre nos ayudan, son una especie de cura. Podemos vivir a través de ellos otras vidas, o comprender mejor la nuestra, y así sanarnos el alma.

Pues la mía está patas arriba, le digo.

Me mira extrañado.

Mi vida, quiero decir. Es un galimatías. La verdad es que necesitaría una guía para entenderme a mí misma, y a las personas o circunstancias que tanto me han hecho sufrir.

¿Qué se te pasa ahora mismo por la cabeza?

Ahora mismo se me ocurre que si el amor, el enamoramiento y el deseo recayesen sobre la misma persona, nos evitaríamos muchos problemas y mucho sufrimiento. Desde luego la humanidad sería más feliz.

Tienes ahí algo de razón, pero el ser humano es más complejo que eso, me replica el enfermero. Puedes amar a varias personas a la vez, aunque de diferentes formas.

Pero enamorarte solo de una…

Así es. ¿Sabes Alma?  Me gustaría darte algo para leer, con etiqueta roja, pero, como te he dicho antes, no hay nada en nuestro idioma. Eres la única paciente española que ha habido en este hospital desde hace mucho tiempo. Creo que es hora de reclamar la inclusión de otras lenguas en nuestra biblioteca.

Y yo creo que debería hacer una profunda reflexión acerca de lo que me pasa. Escribiré algo, y lo dejaré aquí para que otros compatriotas, después de mí, lo lean.

Es una buena idea, me dice Ángel, te proporcionaré boli y papel.

Por la tarde comienzo a escribir RECUERDOS DE CAMA. Cuando termino llamo de nuevo al enfermero para que busque un rincón para mi relato en la biblioteca. Con el tiempo sabré que nunca lo hizo. Lo guardó para sí mismo. Diez años después se lo enseñará a Mariví, al enterarse de que espera un hijo de Jairo. Le explicará que quiere cuidar de ella y de su bebé, porque su amor es como EL AMOR DE AZIZ. Lo que ninguno podrá imaginar es que el Jairo de mi relato será exactamente el mismo Jairo de Mariví, cuya vida era un CUENTO DISPARATADO, antes de sufrir EL ACCIDENTE que impedirá a EL ÁNGEL conocer mucho antes esa gran verdad que cambiará, para siempre, su vida.